El color de Tatiana Bilbao
portavoz - 03/10/2011
Por Jimena Hogrebe - 06/08/2015
Me quedé varada en Houston. El vuelo de conexión que tomaría para llegar a la Ciudad de México se canceló, después de tres horas de retraso, por una falla mecánica. Eran las diez de la noche y después de estar alrededor de medio día en tránsito, la noticia me sonó desastrosa. Ante la circunstancia lo mejor que pudieron hacer fue acomodarme en un vuelo veinticuatro horas después, acompañado de un cuarto en un Hyatt para pasar la noche y unos cupones para comida. Después de todo el acelere y ya camino al hotel, sólo tenía una pregunta en la cabeza: “¿qué voy a hacer veinticuatro horas en Houston?”
Nunca había pensado en ir a esa ciudad, así que sólo conocía algunos datos aislados sobre ella como su escala y sus vías rápidas, su relación con el petróleo, las instalaciones de la NASA y los centros médicos que ahí se encuentran, además de ser un destino para ir de compras. No sabía, por ejemplo, sobre la zona de museos y la de teatros, su campus universitario o sus parques, así que estaba muy perdida en mis posibilidades de paseo. Además, estando cerca del aeropuerto, no parecía sencillo moverme al downtown. Durante el desayuno le platiqué a un amigo que estaba atorada en su ciudad natal. “Ve a la Menil Collection,” me dijo. Dudé mucho si hacerle caso, pero al final decidí que lo mejor sería aprovechar la oportunidad considerando sus usualmente buenas recomendaciones y que era probable que Houston no apareciera en mis planes de viajes futuros.
Después de un largo trayecto por vías rápidas, el taxi empezó a recorrer un barrio que me parecía más un suburbio que una zona central de la ciudad. Con calles anchas, construcciones bajas y mucha vegetación, se presentaba como un enclave residencial en una ciudad extensa y desbordante. Después de unas cuadras el coche se detuvo y, sin que me diera cuenta, habíamos llegado. Al bajarme frente al acceso sur, no me encontré con el edificio despampanante que me esperaba (algo similar al Centro Pompidou), sino con una construcción contenida que en un despiste podría pasar desapercibida.
Decidí empezar mi recorrido desde el interior y al entrar no pude más que sorprenderme por lo espacioso e iluminado del lugar. El museo, de planta rectangular, tiene al centro un vestíbulo que lo atraviesa en el lado corto, conectado con un pasillo que lo cruza en el lado largo. Ambos rematan en sus extremos con ventanales que ofrecen vistazos al exterior. Estos elementos dividen el museo en cuatro zonas. En las dos al norte se encuentran las distintas salas de exposición, mientras que en las dos al sur están los espacios de acceso restringido desarrollados en dos niveles. Las áreas públicas se encuentran bajo una cubierta formada por dientes de sierra curveados que permiten la iluminación natural constante. La mayoría de los elementos están pintados de blanco, mientras que el piso es de madera con un tono casi negro, aunque el paso constante de visitantes ha ido desgastando algunas partes en las que un tono claro ha comenzado a aparecer. En la zona nororiente, además, hay dos patios interiores que acompañan la exposición, incluso funcionando como telón de fondo.
En general, el espacio interior se percibe muy amplio y luminoso, y en combinación con el montaje de las piezas ofrece un recorrido cautivador. La Colección Menil fundada a mediados del siglo veinte, fue creada por John y Dominique de Menil de origen francés y cuya fortuna venía del negocio petrolero. Ésta contiene una gran variedad de piezas entre la época prehistórica y la actualidad, y de distintos orígenes geográficos. La exposición está en constante rotación para ofrecer visiones frescas de un mismo contenido. Es una colección privada que cuenta con alrededor de 17,000 piezas y el público puede visitarla de manera gratuita.
Al salir para recorrer el edificio por afuera, el volumen que había pasado desapercibido a mi llegada comenzó a llamar mi atención. La planta rectangular está definida por un pórtico que se desarrolla a lo largo de las cuatro fachadas. Éste, que no dejó de recordarme al del Museo Kimbell de Louis Kahn, es un paseo cubierto también con dientes de sierra y al caminarlo se va descubriendo un juego de sombras que va cambiando a lo largo del día. Como parte de este recorrido, una serie de bancas ofrece momentos de descanso y contemplación. Las fachadas no son continuas, se remeten en los puntos en los que aparecen espacios verdes que parecen ser una mezcla entre interior y exterior por estar contenidos entre el pórtico y los muros.
La estructura aparente formada por perfiles de acero y trabes de alma abierta se desplanta en una retícula regular. Los vanos entre los marcos están cerrados con ventanas de vidrio transparente o entintado, y con madera en tiras pintada de gris (que por momentos se percibe como verde olivo). Es posible encontrar la misma aplicación de madera en las construcciones de alrededor, bungalós de principios del siglo veinte. La combinación entre acero, madera y detalles precisos, además del clima extremadamente húmedo, me llevó a pensar en el museo como ejemplo de una especie de high-tech tropical. Esta impresión se hizo más fuerte al observar la construcción de lejos e identificar que su perfil prismático y racional se mezcla con el de la fronda de los árboles que surgen de él. Es extraña la sensación que queda al ver el edificio a distancia, ya que no parece haber concordancia entre lo contenido de la imagen que proyecta al exterior y la amplitud percibida al interior.
El museo se desarrolló sobre una gran plataforma abierta, una combinación entre pasto y robles. Ésta parece extenderse hacia los predios circundantes como si todo el barrio compartiera una extensa superficie libre. Las construcciones de alrededor están pintadas con el mismo tono de gris que la Menil y funcionan como residencias privadas u oficinas. Al caminar la zona se percibe una relación armónica entre la escala y configuración de la colección y el entorno inmediato. El edificio diseñado por Renzo Piano se abrió en 1987 y es ahora parte de un conjunto conocido como el Campus Menil. En éste se encuentran también la galería Cy Twombly (diseñada por el mismo arquitecto), el Richmond Hall que contiene una intervención específica de Dan Flavin, la Capilla Rothko y la Capilla Byzantine Fresco, además de las esculturas insertadas en el paisaje; todo en una distancia caminable.
En mi trayecto hacia el aeropuerto, a través de las inmensas vías rápidas de Houston, pensé mucho en el edificio que acababa de conocer. Estaba muy asombrada porque el museo, una construcción sencilla y precisa por la que parece que el tiempo no ha pasado, no hace más que enaltecer su contenido y su entorno inmediato. Pensaba en todos esos centros de exposición que, al contrario, han sacrificado la experiencia y el contexto por la seductora espectacularidad. La Menil Collection me pareció una especie de oasis urbano y arquitectónico, un lugar íntimo que invita a quedarse largos ratos a contemplar el arte y el entorno. Un museo chico por fuera y grande por dentro, como Dominique de Menil pidió a Renzo Piano que fuera, estrategia que, tal vez, podría valer la pena tener presente.
Fotografías: Jimena Hogrebe