Arquitectura Anónima
Marlen Mendoza - 17/03/2015
Por Brian Smith Hudson - 07/02/2018
El compromiso artístico, comprendido como una necesidad perentoria que estuvo alojada en proyectos sociales emancipatorios[1] de la época de los setenta y ochenta en nuestra región, aunado a la militancia de actores sociales, políticos y artísticos albergados en proyectos revolucionarios como el de Cuba y Nicaragua, promovió propuestas que desde el arte dieron pie al desplazamiento de lo institucional hacia la calle como única vía posible para la transformación social. La conformación de propuestas diferentes a la norma, no ceñidas a los sistemas del poder, provino de proyectos considerados por la historia como utópicos, los cuales buscaron transformar la realidad inmediata de una sociedad doliente, subyugada a doctrinas que perpetuaban la inequidad de las condiciones sociales de clase y de existencia.
El concepto de utopía es abordado ampliamente en las ciencias sociales y en la teoría política. Sin embargo, me interesa tratar aquí un devenir proveniente específicamente de las vanguardias artísticas europeas de principios del siglo XX mediante el análisis que Eduardo Subirats hace de ellas en tanto programas que buscaron la emancipación social. A pesar del debilitamiento que sufrieron por medio de las tecnologías del poder que las abrazaron y cooptaron, nulificando todo esfuerzo transformador desde el cual emanaron, Subirats en El final de las vanguardias[2] profundiza en el ideal que poseían por lo utópico, en el sentido de una libertad en la creación y en la búsqueda por configurar, a partir de lo estético, un nuevo orden social, radical y transformador.
En la introducción de este libro se da cita a Piet Mondrian en un artículo publicado por él en la revista De Stijl durante 1922, quien al considerar al arte de su época como decadente, apostó por la responsabilidad que las y los sujetos artistas tenían en su propia coyuntura. De esta manera, el arte significaba la oportunidad de trascender los espacios de orden común (político, económico, oligarca) para hacer del “hombre” un sujeto autónomo, capaz de asumir procesos de inscripción de una nueva vida, en una definitiva (y esperada) emancipación social[3].
Este enunciado provenía de una crisis que fue característica del momento histórico de las y los artistas de vanguardia, sin embargo, aún hoy es visible y palpable. Subirats enuncia así, que el ánimo de la ruptura de los estilos artísticos devenidos por el avanzar de las vanguardias caracterizó la aparición de propuestas que renovaban las formas que se venían desarrollando respecto de la cultura y las artes. Se produjo así un parteaguas que provocó la total trascendencia del arte en la vida. En sus palabras: “La nueva función del arte […] comprendía, en lo formal, una radicalizada libertad de experimentación y búsqueda, porque su contenido estético se definía como la utopía de una nuevo orden social”[4].
Se saben de buena tinta las razones por las cuales el espíritu radical de las vanguardias fue totalmente desmantelado. Sin embargo, la relación que se establece con las dinámicas político emancipatorias de los artistas latinoamericanos posteriores al periodo de entreguerras, se encuentra en la intensión de lograr en sus coyunturas alternativas posibles. Por medio de lo utópico que consideraba la transformación total de sus presentes, las y los artistas latinoamericanos propusieron hacer frente a la represión de Estado y a las hegemonías oligarcas a partir de acciones estéticas que iban desde la creación de dispositivos visuales que intentaban educar a las masas (carteles y murales principalmente), hasta la generación de pasquines informativos que intentaban concientizar sobre lo que acontecía en materia política, económica y social para develar los abusos del poder. De esta forma, los artistas saturaron el ámbito de relaciones estéticas que transportaban los límites del arte al desterritorializarlo. La práctica fungió así hacia un modus vivendi que, al teorizar y deconstruir la realidad misma durante el contexto de la Guerra Fría, produjo un quiebre respecto a lo normado.
Por ejemplo, agrupaciones de artistas en el México posterior al 68 se propusieron buscar alternativas de emancipación desde lo artístico, incluyendo iniciativas comprometidas como viajes a Centroamérica que buscaban conocer los procesos revolucionarios que se estaban llevando a cabo. Grupo Proceso Pentágono fue uno de estos colectivos que defendió la necesidad de politizar la práctica en un posicionamiento que pugnaba por generar un ámbito político artístico de resistencia a la depravación oligarca y policiaca de los gobiernos en turno, entendiendo que el arte era un elemento de conciencia crítica que permitiría transformar las relaciones políticas y sociales que se estaban llevando a cabo. Asimismo, el Taller de Arte e Ideología (TAI), activó una serie de acciones fuera y dentro de lo estético que pugnaron por las relaciones que se estaban llevando a cabo entre la institucionalidad del arte y la práctica comprometida y/o militante de artistas alineados al marxismo latinoamericano, buscando la emancipación y autonomía artística y social.
Por otra parte, Chile y Cuba, desde el Gobierno Popular de Salvador Allende, generaron puentes donde muchos artistas chilenos y cubanos conjugaron su quehacer tomando el arte como un insumo más para el logro de la revolución socialista en nuestra región. Artistas chilenos y chilenas como José Balmes, Gracia Barrios y Alberto Pérez, entre otros, manifestaron la importancia de generar redes de acción política artística a lo largo y ancho de Latinoamérica, como un influjo que permitiera penetrar las conciencias controladas por los medios de comunicación masiva y por la institucionalidad política oportunista, afincada en los planes estadounidenses de extracción y enriquecimiento a costa del sufrimiento de nuestras sociedades.
En esa época se produjeron líneas de creación colectiva y militante que permitieron desplazar la función del arte hacia la concientización de clase como un intento por dar fin al yugo opresor de las potencias trasnacionales y políticas represoras de los Estados nacionales, alineados a la política capitalista de la Guerra Fría. Desde este punto, el concepto de utopía es necesario para dar cuenta de cómo los idearios revolucionarios que sucedieron en nuestra región intentaron transformar sus presentes para lograr una autonomía que se sostuviera en el tiempo, lo cual significaba la posibilidad de que nuestros pueblos pudieran desarrollarse en conformidad con sus propias búsquedas autárquicas.
¿Qué produjo estas sincronías de procesos revolucionarios en nuestra región?, ¿cómo el arte se forjó en tanto insumo de lucha y emancipación?, o ¿de dónde deviene esta pulsión vital del arte por desmantelar el aparato represivo burgués y buscar otros modos de convivencia? En el intento por responder estas preguntas, busco proponer un análisis desde el concepto de utopía, que supone revisar nuestra historia artística desde un punto de vista que resignifique los imaginarios estético-políticos que se tienen de la lucha social y de clase en Latinoamérica.
Utopía: principio manifiesto de transformación
El ya híper conocido y citado libro Utopía de Tomás Moro [5], hace una invitación a repensar cómo se conformaba la sociedad inglesa de ese entonces, sus estratos constituyentes, la moral de las autoridades y su dimensión de lo ético. En tanto propuesta crítica, Moro devela en esta obra un análisis interpelador de su realidad e imagina al mismo tiempo alternativas para promover otras formas de convivio entre ciudadanos durante la Europa medieval. De esta forma denuncia las tecnologías del poder de la monarquía que abusaba y violentaba al pueblo, degradándolo a un estado de sometimiento injusto y voraz.
Utopía se basa en el descubrimiento de América. En el primer momento en que se tuvo noticia de este “nuevo continente”, se pensaba que los habitantes de América eran una sociedad aislada y aseptizada dada la creencia de que, en tanto comunidad inferior, estaban libres de pecado. Por tal razón, Moro se inspiró en estas tierras para pensar la posibilidad de que existiera una sociedad sin vicios donde la justicia, la equidad y la igualdad de condiciones fueran la prima.
Esta idea no es del todo nueva. Manuel Alcalá, en el prólogo del libro editado por Porrúa[6], nos advierte que el devenir de este concepto proviene de La República de Platón, sustentada en la conformación de una realidad social, política y económica que buscaba otras formas de vida más justas, más humanas, más vivideras. En este prólogo se da cuenta de cómo América, al momento de ser conocida por los europeos navegantes –y mediante sus relatos, por el resto de la ciudadanía-, se convirtió en el trasvasije de los ideales europeos ya que esto representaba la posibilidad de revertir los errores que habían llevado a esa región a la decadencia y la desazón; América se convirtió en un lugar de esperanza. A partir de ello es que Moro encauza el protagonismo a este concepto cuya fuerza se sostiene hasta nuestra contemporaneidad, donde los esfuerzos de transformación no han claudicado.
El teórico chileno Miguel Rojas Mix en su libro América imaginaria[7], analiza el concepto de utopía en tanto que de este deviene la idea de exotismo. De aquí se genera un primer momento que considera a los hombres y las mujeres del continente americano desde una noción de socialismo utópico[8] que atribuye condiciones excepcionales a sus pobladores y que contradice la normatividad del viejo mundo. Se podría leer que la existencia de una comunidad de bienes y la carencia de leyes generaban estados de socialización más justos. Ante todo, las y los habitantes de esta región eran caníbales, lo que terminó por horrorizar a los europeos, quedando la figura del americano como lo más degradante (junto con ideas de ser acéfalo, débil, impotente y sin alma) y que por tanto debía ser domesticado[9].
El imaginario que se tuvo de ellas y ellos produjo varias iconografías de lo americano. La primera, según Rojas Mix, legitimada por un momento de admiración de la otredad durante el renacimiento europeo; la segunda, en respuesta al ámbito barroco del siglo XVII, cargada de elementos decorativos; seguida de ella, se dio una iconografía basada en el exotismo filosófico proveniente del neoclásico que hizo de las y los americanos “buenos salvajes”; finalmente, durante el siglo XX se comprendió lo americano desde dos vertientes y como resultado tenemos una iconografía revolucionaria proveniente de las vanguardias artísticas y políticas (y de los procesos emancipatorios de los años sesenta), y otra neocolonial que devendría de la configuración de lenguajes como la recuperación de lo precolonial como formas de producción de sentido autónomas en tanto símbolos de identidad[10].
Así también, la historiadora del arte cubana Yolanda Wood en Memorias insulares e imaginarios visuales[11] retoma el libro de Tomás Moro para plantear las aspiraciones humanas europeas que se tenían de lo utópico y que devinieron a partir de la imagen que se tuvo de nuestra región. Se trató de la generación de un territorio de enunciación, donde lo utópico significó la posibilidad de emancipación y transformación tan anhelada incluso por Moro. Retomando a a Horacio Cerutti, Wood plantea que este territorio de enunciación “es un espacio tropológico de una escritura ficcional, cargada de sugerencias -por su densidad simbólica- para la crítica y el pensamiento contemporáneo”[12].
Esta particular forma de hacer referencia al concepto de lo utópico interesa en nuestra región -y en la búsqueda por proponer una lectura epocal que genere cruces entre el arte, lo político y la vida-, en tanto que sirve para comprender procesos artísticos revolucionarios que buscaban, por medio de la práctica estética, la transformación de las relaciones políticas y sociales en Latinoamérica. Para comprender este devenir es necesario volver a las vanguardias artísticas de principios del siglo XX. Estas sustentaban la urgencia de la conformación de una sociedad nueva que partiera de un “hombre” consciente del decaimiento de la sociedad europea y que de tal manera fuera capaz de construir otras realidades y formas de relacionarse.
En su libro, Subirats comenta que las formas propuestas por los artistas de vanguardia provenía de un ímpetu revolucionario que caracterizara una sociedad nueva, libre de la doble moral occidental: “El estilo es la forma o la actividad de la forma en la medida en que están ligadas a una dimensión interior, a una intencionalidad subjetiva que las convierte en medio privilegiado de expresión individual”[13]. De ello supone que en tanto dimensión interior, operaba como recurso de interpelación, donde poseía al mismo tiempo, “el carácter inmediatamente inteligible para la sociedad”[14].
De esta manera, el arte latinoamericano -por medio de la coyuntura revolucionaria de los años 60 al 80-, generó un parteaguas respecto de la creación europea y estadounidense al partir del conceptualismo como insumo de problematización del medio estético. Desde la particularidad de este ejercicio que activa cruces entre arte, cotidianidad y vida, tenemos ejemplos como el de Joseph Beuys, una de las más importantes figuras de la historia del arte europeo y estadounidense (y retomado en Chile, Brasil o Argentina por colectivos de artistas como el C.A.D.A, Viajou Sem Passaporte, o GAS-TAR/C.A.Pa.Ta.Co respectivamente, los cuales enunciaron el espacio público inspirados en el concepto de escultura social[15]), o el artista conceptual argentino Óscar Masotta, destacado por Ana Longoni en la reedición de sus libros publicados por editorial Edhasa en el año 2004, donde vemos que tanto la exploración del conceptualismo como precursor del activismo, como el compromiso artístico determinado por sus coyunturas, respondieron al esfuerzo por concientizar a las masas y generar la comprensión de dinámicas de poder que tendían a la neoliberalización de la región.
Wood también plantea que el concepto de utopía permite “superposiciones semánticas [que] construyen un espacio de libertad discursiva que significa la posibilidad de las reinversiones y los revertimientos –de modo consciente y creativo- en los imaginarios artísticos de este lado del Atlántico”, por lo que promueve una posibilidad discursiva que resignifica los modos de hacer contemporáneos a la realidad de los proyectos emancipatorios regionales. Aparecen así talleres de artistas, dinámicas de producción colectiva, la transformación del concepto de sujeto artista a trabajador cultural y la transición de la noción de artista a obrero, incluyendo a la sociedad en su conjunto como agente social, en tanto que cuenta con la posibilidad de operar como generador de conciencia por medio de la práctica estética.
Así, Subirats comenta que “la recuperación de un sentido radical de la forma, […] como intencionalidad subjetiva y proyecto utópico, como factor ordenador de la realidad y representación de ese orden”[16], pulsó que en ese sentido, la forma del arte de vanguardia contuviera vías para posibilitar la emancipación total de la sociedad. En ese sentido, el arte político latinoamericano (y posteriormente activista durante los contextos dictatoriales) es resultado de haber hecho de lo utópico una herramienta real, transformadora y efectiva. Y es por Subirats que retraigo la importancia que tuvo (y tiene) la idea de lo utópico en el arte vanguardista, la idea de que la forma proviene de la “acción de ilustrar”, lo cual pervive en la “formación de la persona en el sentido de su autonomía interior, de su realización moral y estética, y de su libertad”[17].
Ejemplificar la práctica estética, teórica y analítica de lo utópico posibilita líneas de acción que coadyuvan a la tarea de transformar el entorno inmediato. Esto conlleva a pensar también nuestra realidad y a comprender cómo podemos desde nuestra propia práctica investigativa proponer líneas de acción que permitan la esperada emancipación social de una clase subyugada por la fijeza material y productiva del capitalismo recalcitrante.
Para terminar, retomo las ideas de la investigadora Rachel Weiss respecto de la imaginación utópica, la cual: “desencadena una contradicción insuperable: por una parte sus representaciones deben alcanzar especificidad, detalle, concreción para ser algo más que simples quimeras suspendidas en el vacío, pero por otra parte la posibilidad de fijar una representación contradice la necesidad de la utopía de seguir siendo siempre elusiva, indeterminada, onírica”[18]. Bajo la urgencia de repensar lo utópico a partir de su historicidad, el concepto de utopía en su más amplio sentido aguanta un ímpetu que lo hace atemporal y fustiga épocas y tiempos que claman por superar las condiciones de yugo generadas por los sistemas económicos y políticos que imperan. Se trata de la búsqueda ética por vivir en un medio que permita relaciones de equidad, sin el desastre que caracteriza a nuestra sociedad occidental.
Imagen: Proceso de producción de la pieza ‘1929: Proceso’, (1979), Grupo Proceso Pentágono.
Bibliografía
Carvajal, Fernanda, André Mesquita, Jaime Vindel, eds. Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina. Madrid: Departamento de Actividades Editoriales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2012.
Guasch, Anna María. “El activismo, el arte povera, y la escultura social en Europa. En El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural, 117-164. Madrid: Alianza Forma, 2002.
Moro, Tomás. Utopía. Ciudad de México: Porrúa, 2016.
Rancière, Jacques. El Espectador Emancipado. Buenos Aires: Manantial, 2011.
Rojas Mix, Miguel. América Imaginaria. Santiago de Chile: Erdosain, Pehuén, 2015.
Subirats, Eduardo. El final de las vanguardias. Barcelona: Anthropos, 1989.
Wood, Yolanda. “Memorias insulares e imaginarios visuales. (A propósito de Utopía y otros textos europeos del siglo XVI y los albores del XVII)”. Conferencia presentada en el coloquio “Utopía y los contextos”, XLIX Congreso Internacional de AICA (Asociación Internacional de críticos de arte), La Habana, octubre, 2016. Cortesía de la autora. En proceso de publicación.
[1] La emancipación es comprendida aquí por medio de Jacques Rancière que supone una oposición entre el ver y el hacer. Esto significa que al cuestionar la posición del mirar en tanto que acción pasiva, se evidencia la estructura de dominación que suponen las instituciones culturales y/o políticas respecto del actuar v/s contemplar. La emancipación es el acto fecundo del mirar -con plena consciencia- un acontecimiento determinado, que propulsa una serie de cuestionamientos comprendidos como acciones que dejan de hacer de la o el espectador un sujeto dominado por las circunstancias que le rodean. Al respecto Rancière escribe que la palabra emancipación significa: “borramiento de la frontera entre aquellos que actúan y aquellos que miran, entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo. [lo que se traduce en] la reconfiguración aquí y ahora de la división del espacio y del tiempo, del trabajo y del tiempo libre”. Emancipación es entonces la total independencia de los factores económicos y sociales que tienden a fijar conductas de quienes participan de lo político, para con ello comprender que las y los sujetos somos susceptibles de transformarnos, de constituir otra(s) realidad(es) y de escindirnos de aquello que nos sujeta. En Jacques Rancière, El Espectador Emancipado (Buenos Aires: Manantial, 2011), 25.
[2] Eduardo Subirats, El final de las vanguardias (Barcelona: Anthropos, 1989).
[3] Subirats, El final de las vanguardias, p. 14.
[4] Subirats, El final de las vanguardias, 15.
[5] Tomás Moro, Utopía, Porrúa, Ciudad de México, 2016.
[6] Moro, Utopía, 9-34.
[7] Miguel Rojas Mix, América Imaginaria, Erdosain, Pehuén, Santiago de Chile, 2015.
[8] Rojas Mix, América Imaginaria, 10.
[9] Rojas Mix, América Imaginaria, 11.
[10] Rojas Mix, América Imaginaria, 12.
[11] Yolanda Wood, “Memorias insulares e imaginarios visuales. (A propósito de Utopía y otros textos europeos del siglo XVI y los albores del XVII)”, (conferencia presentada en el coloquio “Utopía y los contextos”, XLIX Congreso Internacional de AICA (Asociación Internacional de críticos de arte), La Habana, octubre, 2016. Cortesía de la autora. En proceso de publicación).
[12] Wood, “Memorias insulares e imaginarios visuales”, s/p.
[13] Subirats, El final de las vanguardias, 140.
[14] Subirats, El final de las vanguardias, 141.
[15] Para revisar estos colectivos de artistas Cfr. Ana Longoni, André Mesquita y Jaime Vindel “Arte Revolucionario”; y “Socialización del Arte”, dos textos publicados en el catálogo Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, eds., Fernanda Carvajal, André Mesquita, Jaime Vindel (Madrid: Departamento de Actividades Editoriales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2012), 51-59; 226-246, respectivamente. Para revisar el concepto de “escultura social” de Buys, cfr., Anna María Guasch, “El activismo, el arte povera, y la escultura social en Europa”, en El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural (Madrid: Alianza Forma, 2002), 117-164.
[16] Subirats, El final de las vanguardias, 141.
[17] Subirats, El final de las vanguardias, 142.
[18] Rachel Weiss, “Utopía”, en catálogo Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, eds., Fernanda Carvajal, André Mesquita, Jaime Vindel (Madrid: Departamento de Actividades Editoriales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2012), 254-255.