Ya sé que no aplauden

Por - 04/02/2015

Se equivoca quien piensa que los tiempos recientes se caracterizan por la incredulidad, la desconfianza, el descontento y el poco rumbo que muestran nuestras instituciones y nuestros gobernantes. Desde hace años estamos en medio de una marisma que, dejando de lado el pesimismo y el coraje, estableció el humor involuntario como instrumento de desfogue, una válvula de escape que apenas nos permite romper –o tal vez, disimular- el drama de nuestra infame realidad. Se trata de un proceso en el cual se reduce a fuego lento la exigencia pública y se obtiene un “meme”, la ridiculización pública de una situación imposible de modificar(nos). Al reírnos la herida nos duele, ponemos el dedo en la llaga pero no cambia(mos) nada. Seguimos siendo un retrato de lo que más aborrecemos.

Así de “meme” en “meme”, vamos viendo cómo no hay formas de cambio reales. Los problemas y las contingencias se vuelven actos cíclicos: hace años la guardería ABC, hace días el hospital materno infantil en Cuajimalpa. Todos los sucesos recientes tienen sus actos similares en el pasado, todos, inclusive el reproche de nuestro presidente por un aplauso inmerecido que, acostumbrado a la simulación, exige sin reparo. El “ya sé que no aplauden”, es otra postal de ese mundo donde todo va bien, una ilusión personal, pura fantasía.

En el gremio de los arquitectos las cosas no van muy lejos de esa tendencia: la meritocracia tiene a sus actores bien ubicados y en medio de la descalificación, la arrogancia, la complicidad o la impunidad de profesionales que se han prestado a satisfacer las fantasías de poder de funcionarios de todo nivel; las acusaciones o las inconsistencias siguen ridiculizando una profesión que parece ser la ramera más complaciente de la ciudad y que también exige su aplauso. Es inevitable afirmar que mientras esa siga siendo la constante y nadie dé un paso en contrasentido, todos los inocentes involucrados seguirán haciendo uso de un sistema que permite ocultarse unos tras otros sin miramientos. Proyectos adjudicados directamente por doquier, que se presumen y que se premian; proyectos huérfanos ante la menor controversia o crítica, muchos –la gran mayoría- erigidos con recursos públicos u otros con gran impacto en el mismo ámbito.

Claro que se puede hablar de los proyectos que Consuelo Sáizar ordenó considerándolos “obras de arte”, tanto como los que se han señalado en la delegación Miguel Hidalgo y también los de Iztapalapa, ejemplos sobran. Ya superado u olvidado con humor y con descalificaciones esas y otras obras, ¿será posible pensar que la transparencia –la mayor exigencia pública de nuestro tiempo- en la arquitectura dejará de ser una metáfora descriptiva para convertirse en una cualidad irrefutable de su sistema de producción? Si tenemos el gobierno que merecemos, entonces, ¿tenemos la ciudad que merecemos con la arquitectura que merece?

Juhani Pallasmaa nos dice que, en un mundo cada vez más trasformado en ficción por una arquitectura de la imagen comercializada y por la atractiva y seductora arquitectura de la imagen retiniana, la tarea del arquitecto crítico, profundo y responsable es crear y defender el sentido de lo real en lugar de crear o respaldar un mundo de fantasía (…). “En un mundo de simulacros, simulaciones y virtualidad, la tarea ética de los arquitectos consiste en proporcionar una piedra de toque de la realidad”.

¿Podemos comenzar con dejar las cosas claras cambiando las reglas del juego?

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