Sismo Gallery / FUNDAMENTAL
- 24/05/2016
Por Marcos Betanzos - 15/01/2014
La memoria como una habitación, un cuerpo, un cráneo; un cráneo que encierra la habitación donde se encuentra el cuerpo…
La memoria como un lugar, como un edificio, como una serie de columnas, cornisas, pórticos.
Paul Auster
La memoria parece ser una de las debilidades más recurrentes en el oficio del arquitecto pero también en el modus operandi de la sociedad: con la presión colectiva de siempre buscar lo nuevo, lo más reciente, lo mejor y lo último, se renuncia a escudriñar el valor de la revisión previa, la acumulación de información parece una labor ociosa al igual que el aleccionamiento que puede otorgar el pasado; todo parece reducirse a un presente inmediato que nos dicta que preservar no es una posibilidad que pueda ser redituable.
Se ve el pasado (porque además, el tema se relaciona exclusivamente con lo viejo) como una carga que hay que ir soportando irremediablemente, algo así como la sentencia insoportable de Ireneo Funes (el memorioso de Borges). Y así se conservan las cosas, los objetos, los edificios, aunque todo significado que poseen esté desde hace tiempo instalado en el más profundo sótano del olvido. Reflejo sólo de un compromiso heredado carente de sentido para muchos.
En arquitectura contrario al territorio del arte -donde parece que el mercado sigue interesado aún más en viajar hacía el pasado y ponerle mayor costo al descubrimiento en turno-, esta condición se agudiza: autoridades, arquitectos, estudiantes y sociedad en general ven en el pasado -sobre todo si no hay un derroche de belleza que cautive a la mirada más superficial- una provocación para arrasar todo lo que se nos ha dejado y que por los motivos antes expuestos (les) parece obsoleto y falto de cualquier significado o valor común. Lo que no se comprende estorba y aquello de lo que no se recuerda su origen es ninguneado sistemáticamente.
¿Es posible recordar ante la verbena popular que nos condensa en el Ángel de la Independencia el origen que da sentido a tal monumento? ¿Un proyecto arquitectónico como un memorial en verdad garantiza la conservación de la memoria o se reduce a ser el instrumento para construir un recuerdo dirigido hacia una causa particular disfrazada de logro colectivo? ¿Por qué debe vincularse la memoria a lo construido y también a la permanencia? ¿Es aceptable perder la memoria física de nuestro patrimonio arquitectónico ante la proliferación de nuevos iconos dictados por el desmedido oportunismo inmobiliario? ¿Qué desean las autoridades en turno que recordemos si las causas que dieron significado a lugares y recintos siguen siendo pisoteadas y en su lugar se complace con el artificio la satisfacción del entretenimiento?
San Agustín observó: el poder de la memoria es prodigioso. Es un santuario enorme, inconmensurable, al que pocos se atreven a llegar a sus profundidades. No señaló que era algo dinámico, siempre mutable, pero lo es. La memoria es una masa moldeable, un objeto particular para esculpir cualquier causa o justificación personal por arrebatada que esta sea, caprichosa y al servicio de quién la pueda consumar, casi al nivel de la arquitectura al servicio del poder o del oficialismo, no es casualidad que los monumentos tengan en una de sus funciones primigenias la de recordarnos algo que de otra forma –se supondría- olvidaremos.
En nombre de la memoria se han consolidado estilos arquitectónicos que también han impregnado de una buena carga escenográfica la profesión y que pueden parecernos deplorables porque no pertenecen a nuestro tiempo; la memoria en lo general y en lo arquitectónico significa unilateralmente algo, y de ahí los conflictos que provoca su defensa o su irrelevancia, su respeto o el agravio ante ella. Pero hay algo más: la construcción de la memoria inducida, un ejercicio de sutil adiestramiento ideal para el razonamiento poco crítico.
Señal no sólo de ingratitud y de esa condición de valemadrismo nacional, es cierto que la memoria posee sus propias reglas, es caprichosa, selectiva y traicionera. Con la arquitectura así como con el espacio común, lo es más porque se desvanece en el tiempo poco a poco hasta volverse espectral como lo afirma Jorge Volpi: “ésta se encuentra al servicio de nuestra condición actual y no de la verdad histórica; actúa no como una cámara fotográfica que captura instantes precisos sino como un anciano archivista, lleno de prejuicios y manías, indiferente al rigor científico”.
Ante un mundo que ha digitalizado y depuesto su poder de recordar para exigir, no sorprende ese sentimiento de añoranza y nostalgia que nos invade al ver una imagen antigua de la ciudad o al observar un espacio donde antes hubo un edificio que nos parecía valioso. Ante el canibalismo profesional y esa justificación de rehacer la ciudad al costo que sea, así como la validación única de la memoria oficial que dicta la autoridad, tal parece que vale la pena refugiarse en la frase de Paul Auster: “nada hay que recordar, nada más que un espacio de vacío”.
Para quienes la ciudad y su memoria significa algo más en lo emocional que en lo físico, esa parece ser una salida de emergencia ante la actitud sosa de negarse a preservar por simple ignorancia y la truculenta maniobra de imponer nuevos significados a nuestra memoria colectiva. “El olvido es paulatino, una locomotora que suavemente desacelera su marcha”, de nuevo Volpi.