Colaboraciones sin contenido
Emmanuel Ruffo - 01/01/2014
Por Marcos Betanzos - 01/08/2013
“El orden no significa necesariamente ley, sino capacidad de relación”.
Pablo Palazuelo.
Las inmediaciones de las estaciones terminales del Sistema Metro en la Ciudad de México acusan una realidad indiscutible, un caos absoluto que ilustra la anarquía, complacencia o complicidad de autoridades de todo nivel con grandes (o pequeñas) mafias que se han apoderado poco a poco de estos territorios en sus diferentes escenarios. Lejos de la eficiencia y su papel protagónico para configurar un sistema de ciudad en diferentes estratos, estas zonas se han convertido en verdaderas áreas residuales especializadas, espacios urbanos fragmentados y discontinuos, cuya característica mayor es su capacidad de transformación durante el día y su cualidad de autorregulación vinculada a la doble función que poseen, como sitio articulador y como canalizados de flujos.
Lo que se ve en estos sitios es una insana relación de prácticas o estructuras consolidadas por el comportamiento de los usuarios e individuos, así como la influencia de intereses de toda índole (políticos, económicos, comerciales…) actuando a discreción. También se observa una lectura precisa de las condiciones sociales en las que se vive el día a día: practicas de alimentación y civismo, ruptura de respeto y convivencia, la necesidad desbordada, la emergencia o el desvanecimiento del espacio común como táctica de apropiación y oportunismo particular. La anulación de toda estrategia de regulación que no deja de percibirse como un proceso impositivo por todos aquellos personajes que exigen que sus prácticas ilegales sean susceptibles de convertirse en actuaciones toleradas.
Lo que se ve en un lugar tan complejo como lo es un sitio de transferencia, es un fragmento del perfil de la ciudad y la sociedad en su conjunto. Un laboratorio para poner en marcha planes o regulaciones que ante las costumbres pactadas se convierten en inoperantes u obsoletas estrategias. En estos sitios los compendios del fracaso regulador se encuentran por doquier. La ruptura de todo código o intento de transformación contrario a lo que puede pensarse, no sólo inicia en las autoridades. El espectro de responsabilidades es bastante amplio.
Si a todo lo anterior añadimos, la improvisada infraestructura o equipamiento que se ha desplegado en estos lugares de manera oficial, es decir por parte de las autoridades, evidenciaremos el cúmulo de barreras físicas que le dan ese toque de hostilidad a estos lugares, que nos invitan más que a desplazarnos a través de ellos a salir corriendo en busca de un espacio más seguro.
En su conjunto, lo mencionado y muchos otros aspectos más han erigido adicionalmente fronteras mentales: la incapacidad de imaginar que estas zonas pueden transformarse, que todo lo que sabemos que está haciendo daño es susceptible de un cambio de fondo. Los límites de la profesión (ya sea arquitectura o urbanismo), dejan claro que no es suficiente construir espacios herméticos aislados de los fenómenos que le acontecen, y que tampoco alcanza con excluir la informalidad abriendo el paso a grandes corporativos comerciales, que parecen solicitar una arquitectura de profundos laberintos para exprimir al máximo la cultura del consumo en todos los usuarios durante sus recorridos diarios.
Francois Asher indica que la historia de la época contemporánea es, de hecho, la de la propia movilidad urbana. Señala que, desde los orígenes de la humanidad, el crecimiento urbano y las técnicas de comunicación e intercambio siempre han ido a la par. “Una movilidad que no se reduce únicamente al desplazamiento en el espacio sino a un proceso continuo, que empezaría por las estructuras de la economía y acabaría en las propias relaciones sociales”.
Cambiando el orden de prioridades, haciendo un buen uso de la imaginación y poniendo en marcha la fuerza de voluntad o el compromiso por un cambio de fondo que no recae exclusivamente en las autoridades, quizá en las relaciones sociales se encuentre la principal plataforma de transformación real (aunque lenta) de estos sitios. Dejar de observarlos como un territorio común para la justificación de la anarquía y el valemadrismo, podría generar un precedente que no necesariamente se traduce –ni tiene por qué traducirse- en espacio construido.
Consolidar la idea de que estos espacios son en verdad tierra de nadie parece demasiado complejo cuando vemos a cada paso de nuestros recorridos por estos lugares que absolutamente todo parece poseer un dueño: las banquetas, las calles, los accesos… Privilegio de pocos la experiencia de ver el otro lado de la calle en el metro Tacubaya; experiencia surrealista observar el cielo en Chapultepec; Pantitlán sigue esperando que un día una banqueta adquiera su función primigenia. Seguirá esperando…
Las inmediaciones de las estaciones terminales del Sistema Metro en la Ciudad de México acusan una realidad indiscutible: no son un agregado inerte de partes, como un montón de ladrillos; son organismos vivos, sistemas que se autorregulan constantemente para sobrevivir. Sistemas que se configuran siempre, por sus usuarios.
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