Iconos del oropel

Por - 18/12/2013

“Tratemos de analizar, no bajo el punto de vista de una forma arquitectónica sino bajo el punto de vista de su papel en la ciudad, de la dimensión urbana…”.

Michel Roy

 

 

Ante la proliferación de ideas imitadas y respuestas formales importadas en el universo de la arquitectura local, lo último que parece quedar como símbolo de autenticidad y compromiso con el oficio es la calidad constructiva y ésta en él no es la mejor. Aparecen muchas copias, “homenajes” o reinterpretaciones que no pueden alejarse de la tropicalización mal lograda. Las ciudades se llenan de edificios que se vuelven icónicos por su pretensión y toda la parafernalia que la acompañan: lecciones precisas de oropel y relumbrón, nada más.

Si bien es cierto que la arquitectura espectáculo siempre ha existido, el problema reside cuando el resultado es un espectáculo improvisado, mediocre. Habrá quien argumente que el escenario tiene mucho que ver, que es un factor de influencia para el resultado de la “puesta en escena” y claro no es fortuito: detrás del encumbramiento de este tipo de propuestas existe un campo fértil sostenido por una comunidad estudiantil que las aplaude robóticamente y que se encuentra a la expectativa de la más reciente ocurrencia formal, de la última audacia publicada, del consumo de la imagen como arquitectura de vanguardia. Es inevitable negarlo, el engaño se ha establecido como la única realidad evidente.

También están quienes hacen uso de esto para llevar a su molino la promesa de un futuro mejor, de una transformación de ciudad a corto plazo casi con un tono de inmediatez que (no) señala la ingenuidad de quien postula que un edificio ultra moderno detona una ciudad de “primer mundo”. Idea de uso común en gobiernos locales que a todos los niveles les viene bien cuando de cuotas políticas se trata: promover la nueva (la más reciente) arquitectura mexicana es una inversión segura. Los arquitectos también han comprado el cuento; fantasía que concluye cuando la calidad constructiva rompe el encanto.

Ese complejo de saber que no tenemos todo lo que queremos y nada alcanza para obtener lo que soñamos se justifica siempre en la mano de obra de maestros hábiles que llegando al grado de la artesanía perfecta logran aterrizar en un territorio carente de recursos (tecnológicos, económicos, etc.) lo que alguien ha decidido que debe aparecer como motor de desarrollo tomando forma de un edificio. Una camisa de fuerza que debe ser considerada el último grito de la moda, la vanguardia, la apología de la creatividad, si no es entendido así habrá que recurrir al amparo o correr el riesgo de ser juzgado por poseer nula visión hacia el futuro.

Michel Roy ha dejado claro que ese papel ambicioso que juegan los arquitectos al pensar que son ellos los precursores, experimentadores, demiurgos que, a través de su producción, tienen el poder de influenciar directamente la mutación de las ciudades y por lo tanto, del orden social es sin duda exagerada (por no decir ridícula).

 

El siglo XX transcurrió…

Los modelos envejecieron…

Fueron desviados…

Las utopías radiantes mostraron sus límites…

 

Sin embargo, más allá de la argumentación habrá que esperar y dar tiempo a que el peso de estas inercias comience a generar más estragos de los que ya provoca. Mucho me gustaría que con la misma fuerza que se dispone para lanzar al aire vítores por el genio creativo de quien promueve y genera estas obras, se revisara –al menos- ese cúmulo de errores que no es posible ocultar en ellas, todo ello como un simple gesto de humildad o de congruencia. Quien asume su papel como experimentador no pude negar que en el proceso científico existe el error y tiene la misma relevancia que la prueba.

El laboratorio puede ser la ciudad y en el ámbito privado existe la libertad para dirigir el consumo de recursos al capricho más abstracto posible. Sin embargo, una vez más tendríamos que apelar a la ética o al simple oficio para dejar en claro la preocupación latente que genera, el darse cuenta de la facilidad para llevar estas posturas al ámbito público en detrimento de la ciudad como conjunto, la cual por desgracia no distingue entre la arquitectura pública y la privada, ni entre la buena y la mala.

Sin duda, en este sentido la arquitectura cambia a la ciudad y la imagen que nos hacemos de ella…

 

 
 

 

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