Geoestéticas contemporáneas

Por - 24/10/2018

A las 13:00 horas del sábado 22 de agosto de 2015 una muestra de suelo de treinta metros de profundidad, proveniente de los Estados Unidos, se deposita en el jardín de Casa del Lago, en Chapultepec. Simultáneamente, otra columna extraída del lugar perforado en México se inserta en el Commons Park, en Denver. Este intercambio de suelos habla elocuentemente sobre el significado de la memoria y el arraigo en una época de intolerancia. Marcela Armas, la artífice del canje bilateral –sobra decir que del todo inusual– pudo, como en una fábula, desplazar a los suelos en lugar de a las personas. Con ello alteró la composición del subsuelo de ambos lugares (el suelo de Denver es mucho más antiguo que el de la Ciudad de México). A este tipo de intervención, a la que tituló Implante, le queda bien la definición de un collage geológico.

Quisiera ensayar una forma de aproximación a un conocimiento que ha dado en llamarse geoestética[1] a través de tres casos emblemáticos y conocidos de artistas contemporáneos del medio local: Gilberto Esparza, Ariel Guzik y Marcela Armas.

Aunque el trabajo de estos tres artistas más o menos coincide con el recrudecimiento de la degradación ambiental a escala local y planetaria (todos ellos hacen observaciones punzantes hacia las formas de uso y explotación de la naturaleza), mi hipótesis es que, fuera de etiquetarlos como artistas ambientales, sus prácticas negocian con un proceso complejo que involucra varios cambios acontecidos a la vuelta del milenio. Precisamente, las obras de estos artistas adquieren visibilidad desde hace un par de décadas.

Uno de esos giros es la necesaria transdisciplinariedad de su práctica que se traduce con el tiempo en una geoestética crítica. Esta última no solo adquiere el carácter de una forma de reflexión refinada sobre el ambiente sino que también deviene un dispositivo de crítica sobre la relación que el colectivo establece con las formas científicas y tecnológicas del Antropoceno tardío.

 

Marcela Armas

Durante la primera década del milenio el trabajo de Marcela Armas (n. 1976) se caracterizó por la exploración de los medios materiales y las energías eficientes de la ciudad. En 2007 daba a conocer Cenit: un skyline (u horizonte urbano) trazado por un delgado tubo de plástico por el que pasaba aceite de carro usado, el que, durante cinco días, se canalizaba por el paisaje urbano hasta chorrear en la base de lo que parecía un buque petrolero.

Era una obra que servía para el cuestionamiento de la lógica lineal y unidimensional –de consumo y desperdicio– del proceso urbano moderno, así como para una crítica del alto costo ambiental que representa sostener la morfología del paisaje de la metrópolis, con todo lo que implica el rascacielos como cúspide civilizatoria. Aunque, más allá de todas sus posibles lecturas simbólicas, la obra evidenciaba algo que la artista ha indagado a lo largo de todo su trabajo: la relación entre la estética de la ciudad y el registro de sus energías, a través de una investigación sobre el ecosistema de formas urbanas.

Una obra significativa a este respecto es Exhaust (2009). El título de la acción, que juega con la homografía en inglés del exhosto (más conocido como escape) de los vehículos y lo exhausto, representaba una intervención pública consistente en inflar un pilote de plástico con los gases contaminantes expelidos por seis vehículos puestos en marcha. Al llenar de esmog esta suerte de inflable, el cual se incrustaba en las estructuras que sostienen un puente vehicular (como los muchos que hay en las periferias de la Ciudad de México), la artista producía una crítica del costo ambiental implícito en el diseño de la tecnología urbana, al tiempo que concentraba en una forma explícita la ubicuidad del ambiente contaminado de la ciudad. El propósito de visualizar una geografía invisible de la ciudad era patente, al igual que el cuestionamiento sobre la relación de las formas del paisaje y las lógicas de movimiento en el espacio urbano.

Fig. 1. Marcela Armas, Exhaust, seis automóviles, gasolina, contenedor de plástico, gas de combustión y puente, 2009, Galería Arróniz Arte Contemporáneo. (http://arroniz-arte.com/es/marcela-armas/exhaust_800px/#main).

 

Además, con esta obra Marcela Armas contribuía a poner en jaque el valor y la función trascendente que históricamente se le atribuyó a la escultura pública en nuestro país, al variar el significado de lo público: como el resultado de un ambiente compartido en común de manera inequívoca. El artefacto trastocaba el papel de la escultura pública como monumento y daba lugar a una práctica artística con las posibilidades teóricas y formales para cuestionar el entorno circundante.

De la misma forma en que las intervenciones públicas de Marcela Armas proporcionan elementos para una interrogación sobre el ambiente tecnológico de la ciudad, al intervenir y desplazar sus lógicas, el espacio museal lo convierte en un microambiente de experimentación. Esto sucede en Circuito interior (2008) donde montaba dentro del espacio de exhibición unos rieles con unos claxones que viajaban en un circuito activado por la presencia del público. Con ello depositaba un paisaje sonoro en el interior del museo como continuidad de una crítica sobre el medio acústico del pito que había iniciado ya con Ocupación (2007), al dotarse de un aparato con siete claxones que podía transportar a pie. De este modo le daba voz al peatón en la esfera sonora contaminante de las masas de automóviles. De un proyecto a otro abría una conexión entre el ambiente urbano y el museístico.

En una segunda etapa, el trabajo ecoestético de Armas desemboca en una geoestética expandida que investiga los suelos a través de tecnologías de percepción y registro. En Sideral (2016) y en Tsinamekuta (en curso) inventa un medio para traducir las señales magnéticas de meteoritos y otras rocas en sonidos inspirados en los lugares donde estos materiales fueron encontrados. El magnetismo conservado en las rocas –que en estos fierros es una emisión que viene de un proceso ocurrido hace miles de millones de años– es interpretado y recodificado por una máquina: una suerte de tocadiscos geológico tridimensional, de la invención de un equipo de “artistas, músicos, ingenieros y astrónomos” que permite sonorizar el tiempo sideral.

 

Gilberto Esparza

No es exagerado decir que la obra Plantas nómadas (2008) del hidrocálido Gilberto Esparza (n. 1975) se ha convertido en un punto de referencia para la investigación artístico-ambiental en la escena local. Las plantas móviles, que Esparza ha fusionado con un mecanismo inteligente que tiene tanto el prodigio de aprovechar las bacterias del agua contaminada para generar energía como de desplazarse en busca de condiciones para vivir, han sido el objeto de múltiples discursos que exaltan las infinitas virtudes de la biocibernética. Sin embargo, la forma que me parece más interesante de enfocar esta práctica bioartifical proviene del cuestionamiento a dos procesos del Antropoceno tardío, descritos ampliamente por el filósofo Bruno Latour: la hibridación y la traducción.

El argumento de Latour es que el resultado de la hipermodernización es la desmedida proliferación de híbridos que, por culpa de las epistemologías de la ciencia, no se han podido meditar adecuadamente ni decidir sobre ellos (estos serían desde humanos biónicos, bacterias sintéticas, hasta ecosistemas inducidos, redes virtuales, ambientes urbanos y ciclos socio-naturales). Entre una mayor producción de híbridos una mayor necesidad de traducciones complejas para llevar a cabo el contacto de todos los involucrados de una red dada (pongamos, las traducciones necesarias para movilizar un colectivo en torno al problema de construir un aeropuerto y extinguir un lago: una serie de mensajes que circulan –y se distorsionan– entre científicos, ingenieros, ciudadanos, políticos, economistas, animales y plantas, el agua, los aviones y el suelo).

Esparza basa su práctica en la producción de híbridos inteligentes, como Perejil buscando el sol (2010), una planta montada en un carrito que, con la ayuda de páneles solares, busca la poca luz que hay en un departamento. También parásitos urbanos (2006-2007) diseñados a partir de la basura tecnológica como “organismos de vida artificial con capacidad de sobrevivir en entornos urbanos”.[2] Son moscas, trepadores y bioartefactos rastreros que se desplazan en busca de energía eléctrica; con los sonidos que emiten se integran al ecosistema sonoro artificial de la megalópolis.

Fig. 2. Gilberto Esparza, Plantas nómadas, 2008 (http://plantasnomadas.com/).

 

Si Esparza produce seres híbridos es porque razona de forma híbrida, a través de una lógica tecno-estética que redime a la naturaleza como un complejo artificio. Esta forma de pensar no solo rompe con la dicotomía de lo vivo y lo artificial sino que formula una práctica que es capaz de actuar tácticamente en el espacio de aquella fractura. Esta palabra, táctica, es consustancial a este género de organismos tecnológicos como a la propia apuesta del artista como traductor de mundos tecno-orgánicos.

Plantas autofotosintéticas (2013-2014) producía un ecosistema vegetal que generaba su propia luz. Desarrollaba un ciclo simbiótico entre unas bacterias que se alimentaban de contaminantes para producir energía lumínica y las plantas que con la luz realizaban la fotosíntesis. Cuando uno se asoma al mecanismo de esta autofotosíntesis queda absorto por la idea del funcionamiento impecable de un sistema artificial. Esta vía, sin embargo, que pareciera añorar el paradigma renacentista de una naturaleza mecánica, se confronta con que el artilugio biológico necesariamente evoluciona como una táctica. Esto marca todas las tentativas del hacedor de bioartificios.

El prodigio de este modelo de traductor-artífice de la naturaleza híbrida, propia del mundo contemporáneo, es que no se resuelve obligatoriamente a través de la imagen utópica de una reingeniería del ambiente. En cambio, produce en el corto plazo un reencantamiento del mundo en la época post-tecnológica. Engendra organismos híbridos en un mundo ya de por sí híbrido; inscribe la fábula en las carcazas de las máquinas y provoca seres que palpitan con baterías. Es la posibilidad de un nuevo asombro por el enigma natural en el contexto del ecosistema artificial contemporáneo. Como observa la curadora Tatiana Cuevas, sin la degradación ecológica los parásitos de Esparza no tendrían ni hábitat ni sentido.[3]

Estas máquinas dan lugar a “articulaciones lúbricas” entre la comunidad y el entorno.[4]  El sentido político de estas “entidades biocibernéticas” es la construcción de su existencia en el “colapso” y en “la catástrofe”.[5] La simbiosis de estos seres como formas virtuales de comunidad en el entramado sociotecnológico es una respuesta –a  su modo– a lo que había atisbado el filósofo Michel Serres desde hace ya varias décadas: que la crisis ecológica global únicamente se podía figurar como una infección humana (bajo la consabida imagen de lo humano como un parásito) que terminantemente está obligada a establecer una relación simbiótica con su huésped o a perecer junto con él.

Fig. 3. Gilberto Esparza, Parásitos urbanos, 2006-2007. (http://www.re-flexion.net/urban-parasites-by-gilberto-esparza/).

 

En lugar de presentarse como una solución uniforme, las tácticas simbióticas de Esparza toman forma como un modo de operatividad posible en el contexto de la degradación ambiental del capitalismo avanzado. A su vez impiden la presunción de que las esferas política y tecnocientífica de las máquinas son ámbitos separados. Al contrario, estos bioartilugios implican su presencia en una trama de interacciones dentro de la cual cada movimiento implica un efecto sobre todo lo demás. Es un recordatorio de que política y ecología son realidades mutuas y que, para colapsar las dicotomías prevalecientes en el discurso científico, se necesita de una reflexión geoestética multiforme.

 

Ariel Guzik

También Ariel Guzik (n. 1960) es un creador de máquinas. Su práctica comparte elementos con los dos casos anteriores, como la producción de ambientes sonoros y una estética sensible a los problemas del entorno. Aunque los artefactos de Guzik habitan la noción de “resonancia”. A decir de la curadora Itala Schmelz: “Guzik es reconocido como creador de complejos instrumentos de resonancia sonora que dan voz a las señales sutiles de las plantas, al movimiento de las nubes, a la caótica estática que ronda los objetos y al canto subacuático de los cetáceos”.[6] Inventa una tecnología particular que  reacciona al ambiente y transforma su entropía de ínfimos detalles en armonías.

En 1990 organiza formalmente sus investigaciones geoestéticas con la fundación del Laboratorio de Investigación en Resonancia y Expresión de la Naturaleza. Renuente a la inmediatez de los circuitos de arte contemporáneo, los proyectos de Guzik llevan años de realización. La concepción de Espejo Plasmaht (1995), un primer instrumento de resonancia acústica del ambiente, le llevó un trabajo de veinte años. Sin educación formal,[7] Guzik se allega a la figura del inventor extraordinario. En sus máquinas resonadoras se constata una estética tecnológica que es nostálgica de los aparatos de la ciencia ficción y también se adivina una imaginación tecno-poética que trabaja de forma análoga con los misterios de las energías de la materia. Esto, por otro lado, configura “una crítica romántica a los paradigmas de la operatividad cognitiva y una rebeldía ante la domesticación de la tecnología al servicio de la sociedad de control”.[8]

Como el propio Guzik afirma, esta imaginación tecnoestética se separa del pensamiento funcional científico. Dice: “la ciencia busca desentrañar misterios y a mí me gusta lo contrario, me gusta retomar el misterio”.[9] Sus inéditos diseños buscan captar “los misteriosos ecos de un universo en expansión”.[10] Una de sus obras más relevantes es sin duda Cámara Lambdoma (2010), localizada en el cárcamo del Lerma, en la segunda sección del bosque de Chapultepec. Está puesta en las alturas del mural subacuático El agua, origen de la vida (1951) de Diego Rivera, al interior de la caja de agua que da término al sistema de agua potable que viene del Lerma. A través de una columna de sensores que registra las variaciones del movimiento del agua, las secuencias sísmicas y los elementos atmosféricos y magnéticos, la cámara reconvierte los impulsos en sonidos armónicos, siguiendo el modelo pitagórico lambdoma, y los distribuye a dos series tubulares (a la manera de un “órgano musical reconstruido”).[11] Las reverberaciones resultantes dan la impresión de una sutil melodía cósmica.

Karla Jasso (quien ha sido en parte responsable de lanzar a estos tres artistas a través del Laboratorio Arte Alameda) dice: “hay algo musical en el cosmos y algo cósmico en la música”. El objetivo de expresar a la naturaleza por medio de contigüidades armónicas y opuestos complementarios, por medio de un aparato capaz de registrar y expresar los procesos naturales invisibles, aproxima el dispositivo tecnológico a la alegoría neobarroca. Cordiox (2013), la obra elegida para representar a México en la 55 Bienal de Venecia, maximiza este tipo de instrumento: es un tubo de cuarzo “puro fundido” de 1.8 metros de altura y 45 centímetros de diámetro, con tres arpas, cada una con sesenta cuerdas, que soportan una tensión de dieciocho toneladas. La pieza, localizada en la iglesia de San Lorenzo, en Venecia, “se comporta como un tímpano que percibe hasta la señal vibratoria más sutil del entorno y, debido a sus propiedades piezoeléctricas, expresa cargas eléctricas al vibrar.”[12]

Fig. 4. Ariel Guzik, Cordiox, Iglesia de San Lorenzo, Venecia, 2013. (Fotografía: Pamela Ballesteros, http://gastv.mx/cordiox-de-ariel-guzik/).

 

El emplazamiento de la obra es característico de los lugares que son aludidos y a veces operan en las invenciones de Guzik: recintos, cámaras, templos. Exigen el símil de una noción de naturaleza como templo sagrado. Esta manera contemporánea de confusión de lo artificial y lo natural es lo propiamente neobarroco de esta práctica.[13] En todas sus obras Guzik deja unas marcas: una serie de ideogramas que condensan conceptos y fuerzas; es la firma de una comprensión alegórica del mundo que, a la vez, como diagrama técnico, actualiza el barroco en una época hipertecnológica. Esto último es el gesto a contracorriente más duradero de la geoestética de estas máquinas.

 

 

[1] En la Encyclopedia of Aesthetics de Oxford, se registra el término geoestética y se ubica su origen a principios del siglo XX, en la filosofía y en el arte. (Véase: http://www.oxfordreference.com/view/10.1093/acref/9780199747108.001.0001/acref-9780199747108-e-320) . El término que propongo utilizar aquí está en sintonía con las innovaciones conceptuales de la historia del arte como lugar de una crítica ambiental y un modo de reflexión sobre las relación de las formas humanas y naturales. (Es conceptualizado en los números de la revista de filosofía Collapse). El término ha sido utilizado en México por Peter Krieger (Véase: http://kriegerpeter.wixsite.com/geopolis-coloquio).

[2] Gilberto Esparza, Cultivos (México: INBA, Laboratorio Arte Alameda, 2015), 139.

[3] Tatiana Cuevas, “En el borde de la ficción”, en Esparza, 20.

[4] Marcela Armas, “El mundo de Gil”, en Esparza, 40.

[5] Armas, 40.

[6] Itala Schmelz, “Del caos al orden armónico” en Cordiox/Ariel Guzik (Barcelona: INBA, RM, Nova Era, 2013),16.

[7] Jazmina Barrera, “El laboratorio de Ariel Guzik” (http://limulus.mx/el-laboratorio-de-ariel-guzik-jazmina-barrera/).

[8] Schmelz, 13.

[9] http://limulus.mx/el-laboratorio-de-ariel-guzik-jazmina-barrera/

[10] Schmelz, 17.

[11] Osvaldo Sánchez, “Pertencer desde el encantamiento” en Cordiox/Ariel Guzik, 34.

[12] Ariel Guzik, “Eco y cristal” en Cordiox Ariel Guzik (s.p.i), 14.

[13] Un estudio reciente sobre el neobarroco se encuentra en: Peter Krieger, Epidemias visuales. El neobarroco de Las Vegas en Ciudad de México (México: Daniel Escotto editores, 2017).

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