Boom
Ariel Rojo - 28/11/2013
Por Esteban King Álvarez - 14/05/2018
Hace algunos años me dediqué a estudiar con cierta profundidad la obra de John Cage y Marcel Duchamp. Desde el inicio mi interés por estos personajes canónicos de la historia del arte estaba paradójicamente vinculado al rechazo que, para mi sorpresa, seguían generando no tanto en públicos no especializados como en críticos, artistas y colegas historiadores. Si la caja de zapatos de Gabriel Orozco puede considerarse como la prueba máxima de que el arte contemporáneo es el fraude por antonomasia, podría decirse que en un cierto sentido la rueda de bicicleta, el urinario y 4’33 son piezas emblemáticas para rebajar a tomadura de pelo los movimientos de vanguardia y posvanguardia en lo tocante a la historia del arte del siglo pasado.
Esta visión maniquea, según la cual hay piezas intrínsecamente malévolas e inaceptables que engendran tradiciones apócrifas e ilegítimas, ha sido desarrollada arduamente por toda clase de oportunistas, al grado que una de las más conservadoras (pseudo)críticas del arte mexicano llegó a trazar una especie de genealogía del mal, según la cual el “falso arte” inició, precisamente, con Marcel Duchamp. La estela de este movimiento espurio, según esta magnífica escritora, se extiende hasta la esfera del arte contemporáneo, plagado de farsantes con ocurrencias.
Uno de los asuntos que más sorprende de este tipo de visiones, es que caen en el cliché de reducir a idiotez inaceptable y escandalosa a producciones amplias y complejas que estuvieron en diálogo y a veces en contra de tradiciones entonces anquilosadas. También me deja atónito la ceguera histórica que manifiestan en tanto que ambos personajes han sido absorbidos, citados, canibalizados, regurgitados y canonizados por historiadores, artistas y curadores. Me resulta incomprensible que alguien se pelee con ellos en este momento, cuando lo que habría que discutir son las narrativas que se han creado en torno a su trabajo, las genealogías en disputa y su vigencia o recurrencia en relación con las prácticas del presente.
En cualquier caso, tengo que confesar que Cage y Duchamp siempre me parecieron artistas brillantes y muchas veces divertidos, cuyas obras permitieron abrir un entendimiento mucho más amplio y generoso tanto de la música como de las artes visuales. En mi genealogía de la historia del arte del siglo XX, ambos representan momentos de quiebre y renovación radical. (En su momento, este optimismo por la obra de Marcel Duchamp se vio multiplicado por el libro de la escritora argentina Graciela Speranza, Arte y literatura argentinos después de Duchamp, el cual persiste como una de mis referencias privilegiadas sobre cómo aproximarse, pensar y escribir sobre arte).
Espíritus afines, tanto Cage como Duchamp cuestionaron los límites entre disciplinas, la concepción tradicional del artista, la obra de arte y el espectador. Aunque ligeramente desfasados en el tiempo, fueron además grandes amigos. Se conocieron personalmente en 1942, en casa de Peggy Guggenheim, y a finales de esa década Cage compuso la música para la secuencia del artista en la película Dreams that money can buy, de Hans Richter. No obstante, fue hasta los años sesenta cuando iniciaron una relación mucho más cercana. En ese entonces, el compositor comenzó a tomar clases de ajedrez con el creador de los readymade, y se volvió un amigo íntimo tanto de él como de su esposa Teeny. En 1968, poco antes de la muerte de Duchamp, los tres protagonizaron un performance que consistió en jugar al ajedrez sobre un tablero intervenido electrónicamente, de manera que cada movimiento de las piezas generaba un sonido distinto que se reproducía en sendos altavoces.
La confluencia entre sus trabajos, a la cual he dedicado recientemente varios escritos en distintas plataformas digitales, no es poca. En particular, me parece que los procedimientos de azar les permitieron romper con las nociones de intencionalidad, genialidad y expresividad de la obra de arte occidental, con lo cual renovaron radicalmente sus respectivas disciplinas. El azar y la indeterminación, además, les permitieron hacer una apuesta por los procesos, más que por los resultados. No es una coincidencia que Duchamp declarara que la gran ventaja de la segunda década del siglo XX fue que el arte se concibiera como un verdadero “trabajo de laboratorio”. A mi entender, estos procedimientos funcionaron como un antídoto contra la lógica convencional, subvirtieron los órdenes establecidos y funcionaron para poner las cosas de cabeza.
La experimentación con azar era una búsqueda cuyos resultados precisos se desconocían, pero cuyo objetivo primordial era bastante más claro: la destrucción de la tradición, la renovación del arte. Parte de su estrategia común fue la despersonalización de las decisiones, fundada a su vez en la abolición de los juicios estéticos, la intencionalidad y la idea de una subjetividad trascendental. En este contexto, descalificar de buenas a primeras el urinario, la rueda de bicicleta o 4’33 como tomaduras de pelo resulta, más que malévolo o desinformado, un tanto ingenuo.
Por otra parte, introducir el azar en el arte significó reproducir la lógica del mundo. Duchamp, al final de sus días, declaró: “El mundo entero está basado en el azar o, al menos, el azar es, más que cualquier causalidad, la definición de lo que pasa en el mundo tal como lo vivimos y lo conocemos”. Con esta afirmación me viene a la mente el Ready-made infeliz –retomado por Roberto Bolaño en la novela 2666-, donde la lluvia como efecto destructor de un tratado de geometría sugiere trasladar la contingencia del mundo al arte y la ciencia.
John Cage, por su parte, apuntó y guardó una cita de Marco Aurelio que parece dar cuenta de su propio pensamiento: “El mundo o es efecto de un artilugio o del azar; en este último caso, es el mundo por todo lo que es hoy, una estructura regular y hermosa”. El azar estaba en la naturaleza y en la vida, y había que hacer del arte, vida. Por eso, aunque al músico le interesaba la sabiduría del I-Ching, parece cierto que el libro fue utilizado sobre todo como un mecanismo para producir números del 1 al 64 de manera imprevisible. Esto se confirma si pensamos que a finales de los sesenta Cage abandonó el lanzamiento de monedas y lo sustituyó con un programa de computadora que generaba automáticamente los resultados de forma aleatoria.
A pesar de todo esto, los artistas practicaron también la determinación total: basta recordar las precisas instrucciones para el montaje de Étant Donnés que dejó Duchamp o las especificaciones perfectamente detalladas de Cage sobre la disposición gráfica de sus publicaciones, para sacar en claro que ahí nada fue dejado a su suerte. Esta tensión entre el azar y la determinación aparece nuevamente en la predilección que ambos tenían por el ajedrez. Embajadores del azar, tanto Cage como Duchamp preferían el juego donde, se presume, éste deja de tener relevancia y entra en acción solamente la precisión voluntariosa del jugador.
Sin embargo, el performance del ajedrez que realizaron en 1968 enfatiza la total independencia del público respecto a la intención o precisión del jugador-artista; congruencia cabal para quienes introdujeron el azar también al mundo de la escucha, la lectura y la mirada, rompiendo con la idea de una obra cerrada y acabada, independiente del ejercicio interpretativo de cada espectador.
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