Procesos. Vidrio Soplado I David Pompa
Alejandro Cabrera - 03/06/2015
Por Marcos Betanzos - 04/06/2015
¿Cuál es el sentido político de la estética y la forma de una ciudad? La respuesta no depende de lo observado, la geografía arquitectónica, sino del ojo del observador.1
¿De dónde salen las decisiones que configuran la ciudad y todo aquello que las humaniza o las convierte en territorios imposibles de habitar, de dónde si no de la política y de sus instrumentos que hacen que la voz de los ciudadanos sea escuchada para tomarse en cuenta consolidando inercias o dando sendos cambios de dirección que corrijan trayectorias? No hay ciudad sin una configuración física, material, pero tampoco sin una atmósfera de ideas.
Nos quedan menos de 72 horas para reflexionar a quién daremos nuestro voto, este derecho que es la cúspide de lo que algunos consideran una “verdadera fiesta democrática”. El día de hoy ha iniciado el periodo de veda electoral que señala el acuerdo emitido en mayo pasado por el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE). La calma parece haber llegado y en verdad se necesita, ha sido desgastante navegar inmersos en esta campaña electoral que se ha desarrollado dejando detrás de sí una estela de impunidad, hartazgo y decepción. Se nos obliga a dudar de todo.
No hay nada nuevo en las promesas que siempre se repiten, no hay mucho que esperar de personajes muy bien consolidados en la atmósfera política que sin reparo se atreven a posar una vez más con piel de oveja. A este ambiente de opacidades donde la fórmula más eficaz parece ser la cantidad y no la calidad de las propuestas, sólo se le añadió un ingrediente que pocas veces se ha usado de formas tan evidentes y vulgares: el espectáculo dirigido a las masas, siempre redituable de la mano de la televisión, instrumento perfeccionado para encumbrar personajes y derrumbar ideologías. Hemos tenido casi de todo pero vendrán aún más escenas que integrarán el periodo postelectoral, habrá que esperar. Sí, es cierto, las circunstancias nos agobian. También es cierto: siempre elegimos. Somos responsables de la ciudad que fue, de la que es y de la que será en la medida que nos involucremos en estos procesos donde la política impera modelando nuestras ciudades por actos de voluntad consensuada o endogamia pura. La arquitectura –desde la materialización del territorio y la participación de su gremio, no puede quedarse al margen del acto político, no debería.
Como ya es costumbre, todo el país comenzará de a poco a sacudirse la colección desmedida de rostros transfigurados o reconfigurados desde el poder del software; objetos y sujetos implicados en prácticas a todas luces irresponsables, incongruentes –y hasta ilegales, que saturaron junto con promesas de cambio todo espacio posible con palabrerías carentes de imaginación y significado que tuvieron como único fin derrochar los recursos públicos que este sistema democrático exige. Ya lo sabemos: “la verdad sigue otros protocolos para ser establecida y no depende de porciones numéricas para asentarse. La política no es un arte que indague por la verdad; es, por el contrario, el arte de controlar las pulsiones sociales”, Jaime Labastida dixit.
Terminamos asqueados de tanta basura, haciendo uso del término en el sentido más amplio que sea posible. Terminamos asqueados de unos y de otros, de colores y de nombres que cada vez representan menos a las mayorías blandas y afianzan sin tregua el poder de las minorías duras. ¿Cuánto durará la indignación de ver cómo día a día nos enteramos de un nuevo robo disfrazado de obra pública, otra transa más convertida en monumento, una nueva forma de violentar la ley actuando en lo oscurito? Estamos frente a un derecho que nos pone entre la espada y la pared como ciudadanos pero también como gremio: renunciar o ser parte del sistema; evadir o asumir nuestra responsabilidad cívica, la más elemental que es salir a votar y exigir que los gobernantes electos cumplan lo pactado cubriendo antes nuestras obligaciones.
El domingo tendré que asumir mi cargo como presidente de casilla. Lo hago con enfado, con incredulidad, sintiendo que es una burla y que no hay escapatoria, algo me dice que es inútil el esfuerzo de unos pocos ante la organización de muchos más que saben bien cómo maquilar y hacia dónde dirigir sus movimientos, además no sobra decir que el nivel de propuestas, de ideas y de funcionarios es por decir lo menos: estéril. El campo de juego es siempre desigual aunque la promesa del marco legal insista en que no hay asimetría, que las reglas son para todos y que deben acatarse. Ya sabemos que no es así.
El domingo estaremos entregando nuestra confianza, nuestra resignación o nuestra apatía a candidatos que nos harán pagar –también a nuestras ciudades, sus errores a través de sus ideas sobre cómo gobernar o legislar “a favor de la ciudadanía”. Mientras todo pasa, a muchos personajes, innumerables empresas, proveedores, asesores, encuestadores y medios, este proceso les habrá llenado los bolsillos de oro molido. Simulaciones onerosas que sustentan el templete de la llamada Fiesta Democrática, con qué desanimo acudimos a ella y qué pertinente resulta tener en mente a Jaime Labastida cuando sentencia que, “la actual ilusión en la democracia es de orden mítico. La democracia no es científica: funda el error (y el terror)”.
El final del hartazgo es sólo el inicio de una realidad repugnante. Pero la ciudad y todas las condiciones de vida que se desprenden de ella no nacen ni se hacen solas, alguien las legitima y, en ese sentido, tenemos mucho compromiso por delante. Evadiendo la responsabilidad formamos parte de esta bruma opaca de favores y corruptelas, asumiendo la responsabilidad al menos manifestamos que no estamos de acuerdo en cómo se juega este juego. ¿Los arquitectos deben asumir una postura política? Sí, siempre. ¿Por qué? Porque tal como lo afirma Verena Borchardt, la ciudad como obra está en eterna construcción, es un cuadro infinito de interminables pinceladas donde el político no es el único que pinta. Sin embargo los trazos definidos por él son quizás los más perdurables.