En su apuesta por la emancipación estética, política y social, las artes en Nuestra América[1] han contribuido ampliamente en la reflexión de lo latinoamericano, con lo cual han configurado un campo de disputa de lo simbólico que permite entrever posibilidades distintas a las generadas -en un principio- por las hegemonías occidentales del poder. Con expresiones que van desde la bidimensionalidad hasta la experiencia entre concepto, acción y la propia vida, desde la colonia y el periodo independentista hasta nuestros días, el arte ha estimulado la noción de lo propio al problematizar los imaginarios políticos y sociales que son clave para comprendernos en un cariz que emerge como pulsión diferenciadora que nos hace reconocernos perturbadoramente auténticos para la lógica hegemónica.
El presente ensayo toma como objeto de análisis al colectivo artístico-político mexicano Taller de Arte e Ideología (en adelante TAI), el cual nació en la coyuntura de fines de los años sesenta. Sus contribuciones estéticas estuvieron de la mano de la generación de sujetos políticos y activistas capaces de transformar su realidad histórica y epocal[2] por medio de la educación, la teoría, el activismo y la militancia política. De esa manera buscaron contribuir de forma orgánica a la lucha protagonizada por la insurgencia de clase, campesina y proletaria, considerando no solo el área estética sino también la popular y de masas.
El contexto en el cual apareció este colectivo deviene de problemas que se desarrollaron a partir de la Guerra Fría en nuestra región. Este grupo de artistas militantes y activistas emergió dando cuenta de una realidad devastadora que había traicionado los ímpetus libertarios de la Revolución Mexicana pues el autoritarismo de las clases políticas en turno había dado pie a la aparición de la insurgencia social y a la denuncia de la corrupción gubernamental que implicó la desmantelación de las sinergias revolucionario-institucionalistas, creando un campo de acción estético de lucha. De esta manera, el TAI, integrado por artistas y teóricos, fue en su larga trayectoria un colectivo empapado por los procesos revolucionarios que le acontecieron.
Utopía y vanguardia artística latinoamericana
En una lectura histórica que conlleva la desintegración de fronteras temporales desde las luchas sociales de los años sesenta al ochenta, el arte de cariz político y social aún poseía el impulso vital que signó a las vanguardias artístico-políticas europeas asociadas al marxismo de principios del siglo XX. Estas se caracterizaron por promover la resolución del conflicto social de clases por medio de propuestas que se aventaron en un corpus que desmantelaban símbolos culturales para con ello promover otras formas de significación que emplazaran a lo institucional fijado por las elites. De tal forma, generaron un campo que permitía rebelarse contra la norma.
En Latinoamérica, la propuesta de las y los artistas de las vanguardias de inicios del siglo XX pugnaron por la recuperación de lo americano, colocando en un lugar no antes visto el papel que debían tener los sectores obreros, campesinos, indígenas y de artistas e intelectuales. Así se llevaron a cabo distintas estrategias que consideraban concientizar a las masas por medio de las artes. El valor de lo utópico como transgresión de la norma conllevó la generación de una pulsión vital por las y los propios artistas que lograron circundar posibilidades reales por salir de la situación de apresamiento de un modelo de desarrollo único a seguir.
Con el tiempo, la creación de imaginarios utópicos decantó en resaltar las ideas estéticas del realismo socialista soviético, lo cual fue adoptado por el oficialismo muralista mexicano. Con su amplio repertorio, el muralismo en este país devino en un arte aséptico, carente del mensaje revolucionario que tiempo atrás le había caracterizado. Por efecto del aparato estatal, la discrepancia existente entre el llamado de emancipación social que se resaltó en tiempos de revolución (1910-1930) y la forma en que resultó finalmente la institucionalización o explotación iconográfica de la misma (aprox. desde el asesinato de Lázaro Cárdenas en 1940), hizo perenne la relación entre opresión y oprimidos. Por ello era clave incorporar y crear otros dispositivos de significación que fueran capaces de dar cuenta de la realidad epocal de finales de los sesenta. Así, lo estético rápidamente se apropió de lo público, pero ya no en muros estatales ni de gobierno, sino en plazas, mantas, afiches, gritos y consignas que permitieron penetrar diversas capas de organizaciones de fondo social y político que se expandieron por todo el territorio.
Lo anterior generó que el oficialismo latinoamericano ante el advenimiento de la Revolución Cubana diera especial relevancia a las relaciones que se venían dando entre el arte y la sociedad. Amenazó así con el fortalecimiento de una política anticomunista de índole militar que violó las libertades individuales generando estados policiales, proscripciones a Partidos Comunistas y/o Socialistas latinoamericanos y la aparición de gobiernos dictatoriales en casi toda nuestra región. Así también, el dominio de las elites locales desmanteló diversos intentos vanguardistas y revolucionarios[3] por generar una práctica estética alejada de la institución oficial.
A mediados de los años sesenta la intervención de los EEUU a Bahía de Cochinos (1961) y a Santo Domingo (1965) generó una desconfianza en torno al programa de la Alianza para el Progreso por parte de países latinoamericanos, pues junto a los golpes de Estado de Brasil (1964) y Argentina (1966) se “demostraba que la era de las democracias modernizadoras en Latinoamérica estaba llegando a su fin”[4]. A esto se agrega que se comprometió un estado de dependencia en Latinoamérica, abandonando la política modernizadora que caracterizó a algunos países como Chile, Argentina, o México, para transitar hacia el de la teoría de la dependencia[5], a pesar de que se creara en Latinoamérica la CEPAL[6] (1947) como forma de dar un vuelco a las dinámicas de la economía capitalista global (por ejemplo con la creación e impacto de la estrategia de industrialización por sustitución de exportaciones). Ante este panorama, hubo una notoria oposición por parte de EEUU que buscaba una agencia más controlada de estas iniciativas “alternativas”, bajo la estructura de la Organización de Estados Americanos impulsada con la Carta de Bogotá de 1948.
En este contexto, el ámbito intelectual y cultural arreció contra el dominio hegemónico y estableció un marco crítico de avanzada que comenzó a accionar en torno a la posibilidad de generar un ámbito de lucha revolucionaria que dignificara el ámbito político, social y cultural popular latinoamericano. Estos referentes históricos recayeron especialmente en la lucha de clases y en lo estético al penetrar en la participación del sector obrero y la conformación de grupos sociales de características antihegemónicas, entre otros aspectos. Se impulsó así la búsqueda de un arte que sirviera al pueblo, exaltando su papel en la constitución de un nuevo orden anti oligárquico y anti imperialista.
El TAI, al haber emergido después de los movimientos sociales de 1968, se movilizó junto con otros colectivos de gran importancia en este proceso de revolución estética[7] en torno a la necesidad de agruparse ante el ambiente político y social que redefinía las formas de relacionar lo público, lo artístico y lo político. Desde 1975 el TAI, por medio de lecturas actualizadas de Marx, Althusser y Brecht, generó acciones que buscaron signar la práctica política desde la estética. Con lecturas de Gramsci, Lunacharski y Macheray plantearon también la urgencia por desplazarse a un campo de acción fuera de la comodidad academicista que promoviera la transformación social que la época demandaba. La consigna fue el reconocimiento de la situación de la/el sujeto latinoamericano en tanto preso de su situación de dominada/dominado. Esta cuestión permitió entender a su vez el rol de la sociedad en esta nueva voluntad capaz de revertir la violencia simbólica y física que la clase dominante ha ejercido desde tiempos pretéritos.
Dada la facultad simbólica y de acción que poseen las y los artistas de esta época, es importante desentrañar qué se entiende por artista militante, activista, revolucionario y comprometido. Esto conlleva una disparidad en sus modos de operación: la consagración de una actitud revolucionaria, política y de bases, o bien, la de una simpatía hacia el proceso que no asume riesgo alguno. Por ejemplo, Claudia Gilman ubica al artista-intelectual desde dos nociones: la de consciente crítico social, o bien, la del intelectual revolucionario[8]. Esto significa que el intelectual y el artista comprometido no necesariamente militaba, o bien, no formaba parte de un activismo político y social en donde la coyuntura demandaba una pulsión vital y física en torno a la lucha. Su práctica podía estar señalada desde un lugar académico, por lo tanto el compromiso se ubicaba en un lugar de comodidad que aun así sirvió a las ideas de la revolución. Puede signarse su práctica, así también, desde su obra o bien desde su actitud pública, sin embargo, el artista-intelectual revolucionario se diferencia por una práctica que se caracteriza por formar parte no solo del campo de las ideas y de la estética, sino también del campo de lucha social y política desde plataformas movilizadas.
Lo anterior es un parteaguas respecto de la operatoria de grupos como el TAI aparecidos en este contexto donde se forja la necesidad de olvidar las individualidades para que en forma colectiva se afirmase la causa social y revolucionaria. Las formas de operar se configuraron como revisiones históricas y algunas veces de desplazamientos de significación entre pasado y presente, asociado a procesos de creación que inquieren volver a estos trabajos y memorias para disponerse como fruto crítico de análisis en sus coyunturas[9], y en el deseo por actualizar relatos artístico-políticos de nuestra región, ya que conlleva también pensar en memorias de resistencias que caracterizaron a esta época de luchas.
El TAI y su lugar en la lucha de clases: “Vincular, articular, fusionar en la lucha popular”
El arte latinoamericano se caracterizó por concebirse como una fuerza transformadora de la realidad. Esta noción de concientización crítica fue el aglutinante que demarcó la originalidad del arte latinoamericano en varias facetas (poesía, escultura, novela, artes visuales y escénicas, etc.) desde principios del siglo XX, en cuanto a su necesidad por escindirse del statu quo oficialista, elitista y hegemónico. De ahí que penetra en las pulsiones sociales y políticas de la época, recibiendo su influencia.
Durante las décadas del sesenta-setenta, los cambios sociales y políticos surgidos en el periodo derivaron en un sentimiento revolucionario que se plasmó en el arte. En América Latina cobraron fuerza los ideales bolivarianos de afirmación nacional dentro de un contexto internacional marcado por el crecimiento del proceso de descolonización, la revolución cubana y la guerra de Vietnam. Estos factores influyen sobre la producción cultural al matizar las relaciones entre el artista y su público[10] y vincularse en muchos casos a violencias armadas de corte revolucionario. El arte se convirtió en un lugar de denuncia directa a la violencia estatal y de los poderes fácticos sobre todo por el contexto dictatorial en el Cono Sur. De hecho, Horacio Cerutti en una revisión al pensamiento latinoamericano del siglo XX, indica que en el último tercio “el anhelo por enfrentar el imperialismo […] impulsa la ruptura de las situaciones de dependencia, para hacer de este modo más factible una liberación fecundadora de la plenitud del desenvolvimiento de potencialidades regionales”[11]. Esto tiene como consecuencia la aparición de artistas de cariz militante y revolucionario que se caracterizaron por transgredir la frontera entre profesionales del arte y artistas populares y obreros. Resulta interesante también dar cuenta del periodo de guerrillas que generó un momento estético citado visualmente hasta hoy.
Surgen así ejemplos de activismo artístico[12] que operan como quiebre radical respecto de la oficialidad del arte. Cabe resaltar que comprendo el concepto de activismo artístico por medio de la definición que hacen tres investigadores de la Red de Conceptualismos del Sur[13], quienes resaltan su capacidad de desmantelar fronteras entre espectador-artista, receptor-emisor y institucionalidad-ámbito de lo público, este lugar como lugar de ejecución con libertad de acción[14]. La alta variedad de elementos artístico-activistas que estas prácticas promueven en conjunto -siempre con organizaciones sociales-, evidencia su papel en las coyunturas políticas dictatoriales de algunos países latinoamericanos[15]. Con todo, el arte activista es resultado de la disputa simbólica entre la producción artística y su noción elitista, y la función estética como removedora de conciencias.
En México y en el contexto epocal de los años setenta, la aparición de grupos de artistas radicales fue fructífera y llevó a la generación de nodos de acción que renovaron completamente la escena artística. El TAI es ejemplo de un escenario en donde la lucha se disputaba no solo con las armas, sino también con las ideas, la pedagogía, las artes y la concientización de clase. Aquí la importancia de entrever cómo el activismo artístico, militante y/o revolucionario generó alternativas que intentaron conformar otra realidad o modos de vida emancipadas del yugo opresor.
La lucha que presentó este colectivo artístico, activista y militante, se articula desde diferentes frentes, emplazamientos y conflictos. Uno de los más relevantes fue la búsqueda por la emancipación social que caracterizó a los movimientos sociales devenidos tras la masacre del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, y que produjo, bajo la amenaza de la vida, la organización colectiva entre artistas y sectores populares que se cohesionaron en grupos de lucha armada y/o de conciencia de clase. El antecedente se encuentra en la brutalidad con que el Estado mexicano había aplastado algunos intentos de insurgencia como el aniquilamiento del movimiento sindicalista de los ferrocarrileros de fines de los cincuenta, donde se demostró que la institución política hacía oídos sordos ante cualquier petitorio social que intentara transformar la actividad institucional y política. Esto se enmarca dentro de un parteaguas devenido en casi toda nuestra región latinoamericana que configuró el mapa de relaciones que se venían dando desde la segunda mitad del siglo XX a partir de las gestas revolucionarias de Cuba, Chile y/o Nicaragua.
La visita de artistas latinoamericanos a territorios donde se desarrollaba la revolución política y social, la generación de obras vía correo que intentaron burlar los mecanismos de detención o censura arbitraria por parte de estados represores, y la renovación plástica que tuvo como uno de los mayores promotores al crítico de arte peruano asentado en México Juan Acha, conllevó a la generación de estrategias que posibilitaron que la lucha estética no fuese aplastada por el dominio de las elites y el capital. El arte no objetual, las acciones artísticas y/o performativas, el uso de nuevos dispositivos y tecnologías, la colectivización y la penetración del campo artístico al social provino muchas veces de artistas y teóricos que simpatizaban con ideas de izquierda.
La estética marxista implica “responder definidamente a la necesidad de crear un arte nuevo, al servicio de la nueva sociedad, y nutrido, por tanto, de la ideología socialista”[16]. De esta manera, el TAI se propuso generar alternativas a los espacios institucionales del arte (museos, galerías, revistas, jurados, crítica, mercado) para lograr un control sobre su propia producción y alejarse de cualquier marco limitado por agentes externos. Así también, al denotar la falencia de instituciones y espacios críticos, crearon seminarios de discusión, conferencias y exposiciones –principalmente en la recién abierta Sala de Arte Público Siqueiros- donde lo político, lo social y lo artístico eran abordados íntimamente en la convicción de que esta fraternidad de ejercicios plástico-filosóficos podrían conformar estatutos revolucionarios.
El TAI creó el Curso Vivo de Arte, participó en el Autogobierno de la Escuela Nacional de Arquitectura y formó parte del Frente Mexicano de Grupos de Trabajadores de la Cultura. En palabras de los fundadores del TAI, “mediante el Curso Vivo de Arte de la Universidad Nacional Autónoma de México, [se] pretende dar lugar, medios, información y canales de comunicación a todos los dispuestos a construir un grupo que asuma científicamente la lucha ideológica en las condiciones de nuestra dependencia estructural propia de la fase superior del capitalismo como situación por transformar”[17]. Este curso era un intento por desmantelar el poder de las burguesías, no solo mexicanas sino también de otros países latinoamericanos, al seguir los lineamientos de un marxismo con miras a la liberación de la región.
El TAI se caracterizó también por una funcionalidad inter y transdisciplinar, por un carácter de compromiso con el emplazamiento social hacia la institucionalidad política, por la importancia que le dieron a la teoría en tanto reducto transformador y a la educación y la comunicación como vía para hacer frente al predominio ideológico partidista. A partir de sus postulados lograron crear una situación revolucionaria donde el ejercicio empírico y teórico consiguió producir relaciones consideradas vigentes, o vanguardistas a mí entender, aniquilando la estatización de la práctica política, artística y social fijada por lo institucional.
Cabe decir aquí que para ellos solo quedaba el “arte de emergencia”, como lo llama Benedetti, es decir, descubrir los “vehículos de la pintura dialectico-subversiva” como dijo Siqueiros en los años treinta. Y esto no aparece sino en función de la propia gestión de los productores artísticos vinculados a las masas organizadas”[18], acaso un problema que perdura hasta hoy. Sus miembros -estudiantes de ciencias sociales, de artes visuales, teóricos, estetas, historiadores, artistas, trabajadores culturales, diseñadores, filósofos, e intelectuales-[19], forjaron así un camino propio para constituir una realidad que en esa época, por medio de utopías renovadas, se creía posible.
La fraternidad de este grupo en torno a la práctica artística y estética les llevó a participar en brigadas con las cuales llegaron rápidamente a un público no relacionado a escenarios como museos y galerías. La asociación con otros talleres y colectivos artísticos mexicanos (grupos SUMA, Grupo Proceso Pentágono, Mira, El Colectivo…) o extranjeros (con el CAYC de Argentina), denotó una renovación en la plástica mexicana que se asoció con la expresión de Los Grupos. Más allá de la facilidad con que la historiografía del arte mexicano ha generado nomenclaturas[20], resulta considerable destacar las formas en que algunos colectivos decidían aunar fuerzas para apoyar a la lucha popular. El Frente Mexicano de Grupos de Trabajadores de la Cultura (FMGTC)[21], que integró a artistas de Michoacán, Guanajuato, Veracruz, Morelos y Monterrey, fue un ejemplo más en torno a cómo el TAI se pensaba a sí mismo.
Para cerrar, el análisis de las acciones del TAI -desde sus orígenes hasta el diseño de sus estrategias artísticas y políticas llevadas a cabo ampliamente en sindicatos de trabajadores, talleres de obreros y en grupos sociales organizados- es una tarea que debe ser realizada por haber signado la práctica artística fuera de su lugar de confort. Más que todo, fue un colectivo que evidenció que el ámbito cultural y educativo conllevaba una responsabilidad moral y una ética que debía permear cada una de las acciones de su presente.
La relevancia del colectivo TAI no radica exclusivamente en el campo estético, sino que se encuentra en la articulación de redes de acción desde el campo político y social. Para confirmar esto es necesario revisar y analizar los sucesivos acontecimientos y el contexto que permite la generación de una práctica estética revolucionaria, las influencias teóricas y plásticas a nivel nacional e internacional, y los debates que buscaban superar el ámbito institucional para el logro de la emancipación social. También a partir de la discusión epocal de la función de la estética desde un marco regional se podrá constatar la relevancia del colectivo.
[1] En alusión al ensayo “Nuestra América” de José Martí, publicado en La revista Ilustrada de Nueva York en enero de 1981.
[2] El concepto de época señalado por Claudia Gilman en su libro Entre la pluma y el fusil es de suma relevancia porque funciona como tratamiento de un ámbito programático donde las disputas simbólicas y materiales trascienden el concepto de década. De esta forma, aúna contextos promoviendo la escisión de los límites marcados por las lógicas de la historiografía y singulariza características afines que trascienden el límite de un periodo histórico determinado. En Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina (Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2003).
[3] Ana Longoni se refiere al arte de vanguardia como arte revolucionario, ante la aparición de proyectos artísticos que buscaban la renovación del arte, pero más aún, del sujeto artista y de todo lo que le rodeaba. En una lectura epocal, las y los artistas de la época del cincuenta al sesenta conformaron estrategias que conllevaron transformar al arte y a la sociedad desde un posicionamiento crítico y político. Sin embargo, la aparición de instituciones de carácter blando, esto es, capaces de cooptar divergencias estéticas que desde marcos oficiales no eran aceptables, llevó a la creación de instituciones que sí les dieron alero. Estas durante los años setenta fueron develadas por las y los propios artistas, porque fungieron como agentes del oficialismo donde el aparato estatal violó libertades. Esto produjo que se generaran estrategias más radicales lo que conllevó a que el ámbito estético se asociara con las luchas epocales de los setenta y ochenta. Cfr. Ana Longoni, Vanguardia y revolución. Arte e Izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta (Buenos Aires: Ariel, 2014), 21-54.
[4] Andrea Giunta, Vanguardia, Internacionalismo y Política: arte argentino en los años sesenta (Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2008), 261.
[5] Claudia Gilman, La Pluma y el fusil, 262.
[6] El tema de la CEPAL es un hito pues responde a las necesidades básicas que enfrentaba la región. A saber, la pobreza, la hambruna, la educación y/o la salud, entre otros problemas medulares que son entendidos como la única vía al desarrollo, en oposición al sistema capitalista estadounidense.
[7] Cabe mencionar a los colectivos Mira, El Colectivo, Grupo Proceso Pentágono, Germinal, o Tepito Arte Acá cuyas acciones estuvieron enfocadas en desmantelar los límites impuestos por las instituciones oficiales, haciendo de los artístico un instrumento de concientización y lucha.
[8] Claudia Gilman, La Pluma y el fusil, 144.
[9]Esto implica su estudio desde la noción de contextualismo radical, entendida como “intento riguroso de contextualizar el trabajo político e intelectual de tal manera que el contexto defina tanto su objeto como su práctica”. En Lawrence Grossberg, Estudios Culturales en Tiempo futuro. Cómo es el trabajo intelectual que requiere el mundo de hoy (Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2012), 36.
[10] Adelaida de Juan, “Actitudes y reacciones”, en Latinoamerica en sus artes, Damián Bayón (ed.), (Ciudad de México: Siglo XXI editores, 1974), 40.
[11] Horacio Cerutti, Doscientos años de pensamiento filosófico Nuestroamericano (Bogotá: Ediciones Desde abajo, 2011), 24.
[12] En el libro Performance Art en Chile, se da un rápido contexto a la emergencia de prácticas artísticas de contenido político: “Los orígenes de esta práctica en nuestro continente se pueden rastrear hasta fines de la década del cincuenta y, tal como en Europa, estuvo inicialmente vinculada a problemas estéticos y formales, aunque con una gran diferencia en su relación con lo colectivo y con la participación e inclusión de los espectadores en la obra. Esta tendencia hacia lo colectivo estaría ampliamente entramada con los conflictos político-sociales de la región, abordando temáticas relacionadas al capitalismo, la sexualidad, la represión política y las etnias originarias, entre otras. Sobre aquello reflexiona Nelly Richard al plantear el cruce que se da en América Latina entre los problemas estéticos y la posibilidad de pensar nuevas formas de emancipación; similar al análisis de Ana Longoni, quien apunta que las acciones colectivas se sumarían y aportarían a los proyectos revolucionarios, contraponiéndose al arte burgués”. En Francisco González Castro, Leonora López, Brian Smith, Performance art en Chile. Historia, procesos y discursos, (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2016), 47.
[13] Marcelo Expósito, Ana Vidal y Jaime Vindel, “Activismo Artístico”, en Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, eds., Fernanda Carvajal, André Mesquita, Jaime Vindel (Madrid: Departamento de Actividades Editoriales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2012), 43-50.
[14] Brian Smith, “Escenarios de lo político. Exposiciones contemporáneas de activismos artísticos latinoamericanos de la época de los setenta y ochenta”. Tesis de Maestría, Universidad Iberoamericana A. C., 2017, 12.
[15] Ejemplo de ello son los casos icónicos de Tucumán Arde (1968) o El Siluetazo (1983) en Argentina; las brigadas muralistas en apoyo a la campaña de Salvador Allende (1964-66) y a la Unidad Popular en Chile previo al Golpe de Estado (1968-73); el surgimiento del cartel como soporte de consignas políticas en varios países latinoamericanos durante contextos dictatoriales[1]; las experiencias colectivas de artistas brasileros como Helio Oitica con Parangoles. Encarno La Rebelión (1967), o Lygia Clark con Camisa de Fuerza (1968), o Lygia Pape con El Divisor (1968), entre tantas obras, prueban el cariz colectivo que fecunda la práctica artística latinoamericana en su moción por transformar sus presentes.
[16] Adolfo Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de Marx (Ciudad de México: Biblioteca Era, 1983), 23.
[17] Alberto Hijar (comp.), Frentes, coaliciones y talleres, 282.
[18] Taller Arte e ideología, “Taller Arte e Ideología”, en catálogo Exposición Arte, Luchas Populares en México/Congreso Luchas populares en América Latina, Ivonne Ramírez (coord.) (Ciudad de México: Museo Universitario de Ciencias y Artes-UNAM, 1979), 25.
[19] Alberto Hijar (comp.), Frentes, coaliciones y talleres, 283.
[20] Esta discusión la plantea Julio García Murillo, en “Clases de geometría histórica. Proceso Pentágono, iniciaciones y escamoteos”, en Tiempos oscuros. Violencia, arte y cultura. Memoria IV Encuentro de investigación y documentación de artes visuales, Héctor Orestes Aguilar (coord.), (Ciudad de México: Instituto Nacional de Bellas Artes, Centro Nacional de Investigación, documentación e información de artes plásticas, 2012), 145-156. Alberto Hijar también en la presentación de Frentes, coaliciones y talleres, 9-26.
[21] El FMGTC se forma por los colectivos Taller de Investigación Plástica (TIP, del Bajío), Caligrama (de Monterrey), Mira, Sabe usted ler, Cuadernos Filosóficos, Cine Octubre, El Colectivo, Suma, TAI, GPP, Cooperativa Chucho El Roto, El Taco de la Perra Brava, y el Centro Regional de Ejercicios Culturales (de Veracruz). Una de las primeras exposiciones/acciones del FMGTC fue Muros frente a Muros, inaugurada en Michoacán en la Casa de la Cultura a fines de mayo de 1978. Otra fue América en la Mira, coordinada por el TAI y con Hijar a la cabeza. Contó con artistas latinoamericanos y de otros países que dio cabida a técnicas y materiales no considerados a bien por el mercado del arte, como la xerografía, el off-set, la fotocopia, la fotografía, sellos de goma, y otras técnicas del grabado más tradicional. Tuvo como tema principal la violencia política en Latinoamérica. Cfr. Pilar García y Julio García Murillo, catálogo Grupo Proceso Pentágono. Políticas de la intervención 1969-1976-2015 (Ciudad de México: Museo Universitario Arte Contemporáneo, Universidad Nacional Autónoma de México, MUAC-UNAM, 2015).
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