El 31 de diciembre de 1980, a los 69 años, falleció Herbert Marshall McLuhan, el pionero de la teoría de los medios de comunicación. Fue enterrado en Thornhill, Ontario, en su natal Canadá. En una modesta placa de cobre que indica el lugar en el que yace está grabada la máxima intemporal: “La verdad nos hará libres”, pero con tipografía digital (un tipo de letra similar al de las primeras computadoras IBM). Con esto era fiel, hasta el último momento, a su descubrimiento de que el medio es tanto o más importante que el mensaje. A través de este gesto póstumo se aseguró de lanzar una última paradoja del todo polémica y desafiante, como fue su costumbre.
Quien se proponga hacer una historia de la recepción de la obra de McLuhan (en esta tarea me declaro incompetente) no podrá sino encontrarse con un repertorio de contradicciones. En su tiempo fue idolatrado al igual que odiado. Sus textos son parte del currículo universitario y las frases “el medio es el mensaje” y la “aldea global” se han usado ad nauseam como eslóganes proféticos de la globalización informática. En contraparte, no se ve que su argumento completo haya sido la materia prima de reflexiones más sistemáticas (fuera de algunos estudios sobre la imprenta) sobre la cultura digital contemporánea y los circuitos sociales en la época de la red.
El epílogo de la edición en español de El medio es el masaje (1967) sintetizaba la ambivalente fama postrera del autor a través de dos caricaturas que se hicieron comunes: “por un lado, como un profeta pesimista y moralizante que estigmatiza los contrasentidos de la evolución de la humanidad; por otro, como un ideólogo que acompaña la dominación de la tecnocracia”.[1] La fortuna crítica de Marshall McLuhan se debatió en versiones sumamente contradictorias.
Solo en fechas recientes ha resurgido un interés por su obra; no es fortuito que esta atención ocurra a la sazón del veloz cambio tecnológico que experimentamos cada vez con mayor dificultad (más como una intemperie digital que como una nueva casa informática). Lo elocuente de esta vuelta es que, más allá de confirmar con exactitud científica las conclusiones de obras como La galaxia Gutenberg (1962) y La comprensión de los medios como las extensiones del hombre (1964), la renovada crítica comparte ciertas intuiciones que hay en ellas y da continuidad a una sensibilidad que McLuhan tuvo para captar los efectos del cambio tecnológico.
Un ejemplo de ello es el proyecto Marshall McLuhan and the Arts (2017), desarrollado en el espacio West Den Haag (La Haya, Países Bajos), conformado por una serie de seminarios y exhibiciones que se desplazan a Berlín, París (2018) y Toronto (2019). La premisa básica de este proyecto: “el medio es el mensaje” es usada para investigar la profundidad de los cambios políticos y sociales operados en la época del internet, en el marco de una operación artística con la obra mcluhaniana, al llevar a cabo: “el experimento radical de presentar las publicaciones de McLuhan como arte”.[2]
Lo que podría desubicar la obra de McLuhan de la argumentación académica (a fin de cuentas La galaxia Gutenberg es un estudio histórico-literario sobre la imprenta) potencializa, por otro lado, la crítica que despertó su modo de reflexión sobre los cambios tecnológicos de la escritura y la comunicación, pensados como enormes y complejas torsiones culturales en la historia (que difícilmente pueden ser percibidas a cabalidad en el presente en que suceden) y que para hacerse asequibles exigen nuevas tácticas de aprehensión. Esto hace que se produzca un reflujo en los umbrales de la obra mcluhaniana y la práctica artística contemporánea.
El argumento de La galaxia Gutenberg (1962) es muy conocido. Nace de la premisa de que la tecnología es una extensión de los sentidos humanos, por lo tanto una modificación en alguno de ellos altera la proporción de todos los demás. Todo comenzó hace unos tres mil años con el modo de escritura que introdujo el alfabeto fonético, cuya consecuencia fue disociar a la vista del oído y del tacto. Así fue que toda la experiencia cultural se trasladó al proceso de abstracción visual que implicó el uso de la nueva tecnología. Para McLuhan esto produjo hondas repercusiones. El nuevo medio alteró profundamente las experiencias colectivas de la sociedad tribal (todas presentes en una hiperestesia simultánea) y produjo desde la separación categórica de la acción y el pensamiento hasta las nociones de tiempo como un proceso secuencial de causa y efecto (como lo es la lectura alfabética) y de espacio como un contenido (igual que el cerco visual necesario para la escritura).
Este movimiento tuvo su culmen y mayor intensidad con la invención de la imprenta, la tecnología que abrió la posibilidad de la reproducción tipográfica (nótese que el subtítulo original de The Gutenberg Galaxy rezaba: The Making of Typographic Man). Con ello se consumó el proceso de aislar lo visual de la esfera audio-táctil y se modificó por completo el sentido de la experiencia a través de la linealidad y la repetición. La línea (al igual que la perspectiva lineal renacentista) del impreso tipográfico creó el lugar de un “punto fijo”; un punto de vista que produjo la noción de individuo moderno y, en consecuencia, la observación especializada de la realidad. Como “primera línea de montaje” la imprenta hizo posible “el primer ‘producto’ uniformemente repetible”: el libro, que prefiguró la mercancía del mercado industrial. La homogenización que trajo la mecanización del alfabeto hizo posible la operación de los estados-nación y los mercados, de la burocracia y la ciencia, de los autores y los públicos. McLuhan halló la manera de ver que el mundo moderno había sido producido por la imprenta.
El universo de Gutenberg se acabó al comenzar la era electrónica. La preponderancia visual como centro de la experiencia dio lugar a una nueva ampliación hacia el mundo audio-táctil. El mundo electrónico (el de Marconi, que se inició con el telégrafo y la radio) desplazó las formas culturales inherentes en el libro impreso hacia un nuevo campo de impulsos simultáneos que produjo una nueva tribalización a escala global. De esta forma lo expresaba McLuhan:
El nuestro es un mundo flamante de repentineidad. El “tiempo” ha cesado, el “espacio” se ha esfumado. Ahora, vivimos en una aldea global…un suceder simultáneo. Hemos vuelto al espacio acústico. Hemos comenzado a reestructurar el sentimiento primordial, las emociones tribales de las cuales nos divorciaron varios siglos de alfabetismo.[3]
Ese fue, a muy grandes rasgos, el argumento de McLuhan, pero quisiera lanzar la hipótesis de que cualquier lectura radical de este esquema histórico acaba por obnubilar el verdadero problema que conlleva su argumento. La lectura histórica (la más recurrente) pierde de vista que en todas partes (en toda época) McLuhan observa una dependencia de las formas de consciencia (o de percepción) con las infraestructuras técnicas que, en una fase avanzada de revolución tecnológica, no es posible pensar como simples soportes de expresión. La lucidez del mensaje de La Galaxia de Gutenberg (que, por otro lado, fue muy reiterativo) fue llevar al límite el concepto de que la cultura es en sí misma una tecnología.
La lectura de la historia de la comunicación como forma tecnológica que hizo McLuhan no era, de ninguna forma, una narrativa del progreso, es decir, la epopeya del alfabeto a la televisión. De hecho, a ese respecto, fue lo contrario: el alfabeto y luego la imprenta –pensaba– fueron tecnologías exitosas por la simplificación y la reducción que pudieron hacer de la experiencia del sensorium humano. Pero tampoco, consecuentemente, la articulación histórica llevaba a decir que la última etapa de innovación tecnológica había sido un movimiento de caída y retroceso a las oscuridades del tribalismo. Esto último es una de las versiones más triviales del concepto de “aldea global”.
En un renglón McLuhan arroja una salvedad, dice: el “postalfabetismo es un modo de interdependencia completamente distinto al prealfabetismo”.[4] La obra del intelectual que rechazaba el título de visionario (una figura de la era de Gutenberg) se itera como la ofuscación frente al maelstrom de voces eléctricas (que ahora dijéramos digitales) y no se cansaba de sonar la alarma de que estamos enfrentando a las tecnologías del presente pensando en los mismos instrumentos del pasado:
Por desgracia, afrontamos esta nueva situación con una enorme reserva de reacciones mentales y psicológicas anticuadas. Nos ha dejado b-a-l-a-n-c-e-á-n-d-o-n-o-s. Nuestras palabras y pensamientos más solemnes nos traicionan: nos remiten sólo al pasado, no al presente.[5]
A pesar de los errores que –como sus múltiples críticos notaron- se le pueden achacar a las interpretaciones históricas que componen el edificio de La galaxia Gutenberg, es imposible no reconocer que el libro es un deslumbrante esfuerzo de inteligencia y erudición. Los resúmenes del pensamiento McLuhan omiten la agilidad de la extensa argumentación de este texto, que conecta opiniones literarias, lingüísticas, antropológicas, históricas, artísticas y filosóficas –hasta económicas– (que podrían suponerse de muy distinta índole) y el diálogo que estableció con figuras de distintos campos como Mircea Eliade, James Frazer, Johan Huizinga, Ernst Gombrich, Erwin Panofsky, hasta San Agustín, Platón y Aristóteles. Al verlo como esquema histórico no se aprecia la solución intelectiva que experimentaba el autor, desde entonces, en un libro que se componía como un mosaico de citas glosadas (él mismo se refería a la obra como un mosaico y no como un argumento de principio a fin) y que incorporaba interrupciones tipográficas a modo de aforismos. El aforismo, afirmaba, era el modo expresivo típico del mito. Antes de que el público lo mitificara, McLuhan quiso, en congruencia con su análisis, mitificarse a sí mismo.
Sin embargo, el lector de McLuhan no pasará por alto que La galaxia Gutenberg sí tiene un cierto hilo que inicia con el análisis sobre El rey Lear de Shakespeare y termina con una apreciación sobre el Finnegans Wake de James Joyce. Si El rey Lear aparece como la consecuencia de la tecnología impresa (la primera literatura en perspectiva, según el análisis que hace) la obra de Joyce anuncia un “despertar” del sueño exclusivo de la visión. Las alusiones a James Joyce que aparecen intermitentemente a lo largo de toda la obra de McLuhan dan una contextura al argumento tecno-civilizatorio sobre el encarcelamiento visual producido por el alfabeto, primero, y cerrado por la imprenta, después, y la posibilidad, esbozada por la vanguardia, para salir de la prisión de “un solo sentido” a través de una estrategia de navegación sinestésica.
Esta dificultad verbal probablemente haya sido en parte responsable de la inoperatividad de McLuhan en el discurso teórico subsecuente, así como de la incapacidad de instrumentarlo rápidamente y totalmente en el velís de lecturas y proposiciones recortadas para el cambio social radical que se alzaba en la década de los sesenta. Eso con todo que la respuesta de McLuhan al malestar cultural la había localizado en un terreno eminentemente práctico: la tecnología, y había atisbado soluciones concretas, por ejemplo, a través del replanteamiento de la educación.
La crítica de McLuhan no era fácilmente compatible con el proyecto revolucionario de tomar los centros de poder al igual que los medios de producción (los medios de información). “Usted debe dirigirse a los medios, no al programador” –se burlaba– “Hablarle al programador es como quejarse con un vendedor de sándwiches, en una cancha, de lo mal que está jugando su equipo favorito”. Sin embargo, no era una crítica melancólica ya que sí proponía una manera de salir de la alienación mediática. Decía: “Tenemos que hallar los ambientes donde se pueda vivir con nuestros inventos.” McLuhan conceptualizó el arte post-Gutenberg y post-retiniano como la posibilidad de fabricar ambientes o anti-ambientes que harían visibles los ecosistemas tecnológicos que operan en la trastienda.
La experimentación vanguardista de McLuhan se desarrolló más tarde en El medio es el masaje. No era una vuelta de tuerca al argumento sino una nueva configuración del mismo. Al seguir ahí las estrategias que desarticulaban la forma tradicional del libro (como, del mismo modo, tergiversaba la consistencia y función teórica de la oración: el medio es el mensaje) se hace razonable la apropiación del modelo teórico mcluhaniano como una especie de arte o un artilugio –la propuesta de Marshall McLuhan and the Arts–. Un instrumento que establece su campo de operación en la técnica.
Fig. 1. Marshall McLuhan, Quentin Fiore, The Medium is the Massage, (New York, Penguin Books, 1967), [61].
La síntesis, las metáforas visuales proporcionadas por el montaje, el aforismo, el juego tipográfico, así como lo rítmico y lo gutural se entrecruzaban para producir un libro-folleto veloz (sin números de página) que avanzaba como la música jazz. En unas páginas nos pide que lo leamos en un espejo, en otras en voz alta, en otras hay un espacio en blanco con un texto tan pequeño que pareciera que lo escribió una hormiga. Es una disolución lúdica del libro en discontinuidades que, de nueva cuenta, hacen eco de la literatura de Joyce y el análisis que McLuhan hizo de este; un analfabetismo prodigioso: “Los modos analfabetos son implícitos, simultáneos y discontinuos, sea en el pasado primitivo o en el presente electrónico; lo que Joyce llamó ‘uno en un espacio’.”[6]
Fig. 2. Marshall McLuhan, Quentin Fiore, The Medium is the Massage, (New York, Penguin Books, 1967), [62].
Creo que McLuhan no se habría sorprendido tanto con la catálisis de nuestra época digital. Nos preparó para entender que si las características técnicas de la imprenta habían producido al autor y al lector, uno de los efectos de los circuitos informáticos en la era del internet es producir máquinas lectoras (o dispositivos) que son las únicas capaces de descifrar el código digital, al igual que autores/lectores que se vuelven transistores en el circuito. Lo había dicho: “Y al percibir esta cosa nueva, el hombre se ve compelido a convertirse en ella.”[7]
Me atrevo a decir que no se han sacado todas las consecuencias de La galaxia Gutenberg, no solo porque esto es aplicable a cualquier obra sino porque, intuyo, la respuesta a ese mosaico –o, mucho mejor, a esa galaxia– no puede producirse por los medios del libro, probablemente ni siquiera a través del texto.
Fig. 3. Marshall McLuhan, Quentin Fiore, The Medium is the Massage, (New York, Penguin Books, 1967), [80].
Imagen: Yousuf Karsh, “Marshal McLuhan”, plata sobre gelatina, 1967 .
[1] J. M. Pérez Tornero, “Epílogo. El estímulo de McLuhan”, en El medio es el masaje, (Barcelona: Paidós, 1988), 163.
[2] http://www.westdenhaag.nl/exhibitions/17_09_McLuhan
[3] Marshall McLuhan, El medio es el masaje, 62. Las páginas del libro no tienen numeración.
[4] Marshal McLuhan, The Gutenberg Galaxy (Toronto: Toronto University Press, 2011), 150.
[5] El medio es el masaje, 62.
[6] The Gutenberg Galaxy, 165.
[7] The Gutenberg Galaxy, 470.