En 1971 Marta Traba finalizó su estudio Dos Décadas Vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970[1], donde analiza ampliamente las artes de América a lo largo de estos años. Al final de este texto escribe lo siguiente:
Si la revolución futura, como asegura Marcuse, no será planteada por razones económicas, sino por el surgimiento de una nueva sensibilidad que buscará nuevos objetivos y prioridades para el hombre, el artista tendrá mucho que ver con esa revolución. Y en Latinoamérica, si comprende cabalmente su papel decisivo en el enfrentamiento de valores, no sólo en episodios políticos, será un revolucionario.
El marco en el que se inserta esta afirmación corresponde a un periodo en donde una parte de Latinoamérica se comprendía como un todo y la posibilidad de salir del estado de dependencia y subdesarrollo implicaba cohesionar fuerzas que posibilitaran crear las alternativas necesarias. En materia cultural, implicó que -para los casos de este ensayo-, las artes contribuyeran a los procesos que se venían dando por medio del socialismo, esto es, tanto a partir de la Revolución Cubana, como a partir del auge de la Unidad Popular en Chile, lo que influenció la producción cultural del continente. La cita anterior resalta el papel particular que tuvieron las y los artistas en la generación de una estética autónoma y comprometida que aportara al fortalecimiento de las clases desposeídas.
El rol que tuvieron con notable fuerza artistas mexicanos en la lucha política y social contra la violencia de Estado -originada desde la masacre de octubre de 1968 en Tlatelolco (sino antes)-, o los programas generados a partir del cruce entre el arte y la institucionalidad estatal de Chile y Cuba por medio de los encuentros del Cono Sur y de La Habana durante el año 1972, complejizan los relatos existentes del arte latinoamericano a partir de dos caminos que se caracterizan por ser opuestos aunque no con metas distintas, signando la producción artística de nuestra región.
En esta coyuntura el arte contó con un papel protagónico en la conformación de sujetos conscientes que lucharan contra la dominación extranjera. Expresamente para Traba, la y el artista revolucionario tenían que operar no sólo desde el campo de lo político, sino más bien desde el estético, afectando al campo simbólico y por ende al lenguaje como acto de resistencia cultural. A partir de ello se tuvo como fin agenciar la resistencia popular frente al dominio hegemónico cultural capitalista que había comenzado a cooptar las prácticas artísticas latinoamericanas de cariz político a través del mercado y la institucionalización de concursos y bienales comandadas por iniciativas privadas.
En nuestra región, ante la rápida pérdida de autonomía e identidad que se estaba desatando desde los cincuenta por medio del pop y del conceptualismo, se generó -según Traba en el libro ya citado-, que la producción artística fuera absorbida por los lineamientos estéticos de los centros. La importancia que jugó la y el artista en la transformación cultural permitió entonces la posibilidad de deslindarnos de las lógicas del capitalismo. La estrategia fue operar en torno a un ámbito de lucha más allá de proyectos de guerrilla; esto es, desde un ámbito sensible capaz de imaginar desde lo utópico otros modos de existencia posible.
A continuación revisaremos dos formas de hacer que respondieron al ímpetu epocal revolucionario de los setenta en Latinoamérica y que transformaron las artes y su relación con la política y sociedad de ese entonces.
Eje Chile-Cuba: dos encuentros institucionales para la transformación cultural
El contexto en el cual surge la alineación entre Chile-Cuba corresponde a la Presidencia de Salvador Allende a partir de 1970 e interrumpida en 1973. En dicho momento Chile se declara “nación no alineada” dentro del marco de la Guerra Fría, donde los países latinoamericanos debían responder a la polarización entre el capitalismo de los Estados Unidos o el socialismo de la Unión Soviética. Esta alineación fue un gesto de camaradería que buscó alternativas al eje capitalista, tramando así una serie de acciones en favor de la generación de vías que promovieran la descolonización del territorio a partir del desarrollo cultural. Esta hazaña atribuyó una responsabilidad clave a las y los artistas latinoamericanos, y promovió la transfiguración de su rol elitista (que operaba en torno a las leyes del mercado y la academia) hacia la de un sujeto creador/a capaz de renovar las consideraciones que se tenían de las artes desde su situación burguesa. La idea fue entonces convertirlas en herramienta que formara y educara a las clases oprimidas para servir a la lucha marxista.
De esta forma, el Instituto de Arte Latinoamericano de la Universidad de Chile en conjunto con Casa de Las Américas -instituciones que representaron a cada uno de estos países-, organizaron en 1972 dos encuentros[2]: el Primer Encuentro de Artistas del Cono Sur, realizado entre los días 3 y 15 de mayo en Santiago de Chile, el cual contó con la participación de artistas chilenos, argentinos y uruguayos, y el Primer Encuentro de Plástica Latinoamericana que se realizó en Casa de las Américas, en La Habana, días después.
El primero, donde fungió como observador el Subdirector de Casa de Las Américas Mariano Rodríguez, tuvo como objetivo la generación de informes que posibilitaran direccionar las acciones que los comités[3] determinarían para transformar las relaciones de producción de las artes. A grandes rasgos, sus resultados se dirigieron a la realización de exposiciones de cariz revolucionario que contaran con un lenguaje que enfrentara al fascismo en Latinoamérica; la realización de una exposición de grabado en forma simultánea en varias ciudades de nuestra región cuyo tema fuera “Nuestra Realidad” y que fungiera como promotora de esta disciplina denostada por el mercado y la burguesía por su connotación popular; llamar a un concurso de historieta latinoamericana que tuviera como fin propulsar esta forma de creación crítica destacando el papel del humor en la reflexión de las formas de opresión en Latinoamérica; la creación de un centro de información y un centro de investigación que permitieran difundir el desarrollo de la realidad artística revolucionaria del continente.
El informe final fue presentado como ponencia en el Primer Encuentro de Plástica Latinoamericana que se realizó en Cuba durante el mismo mes. Este encuentro fue la segunda acción realizada en conjunto y se generó a raíz de la Declaración de La Habana del 26 de julio de 1971, donde se demandó la realización de un encuentro en Cuba que configurara un nuevo arte al servicio de la revolución y centrado en la interacción popular, intelectual y profesional bajo una misma condición de valor[4].
El encuentro se conformó a partir de comités de artistas de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Cuba, México, Panamá, Perú, Puerto Rico, Uruguay y Venezuela. El eje fue la responsabilidad que debían tener para consolidar la generación de estrategias culturales anti-capitalistas bajo la consigna de que el trabajo colectivo signaba una condición creadora de expresión real de la diversidad social continental. De esta forma, la función estuvo centrada en la innovación y la experimentación para servir contra el dominio burgués que entiende al arte como reflejo de una élite y al servicio del mercado.
El cartel cubano, las historietas o tiras cómicas, la plástica y la experimentación del lenguaje y lo visual tendrían por tanto un papel protagónico agenciado desde el Estado para el desarrollo cultural de los pueblos desposeídos. La des-elitización del arte y el acercamiento masivo del pueblo a éste, significó entonces la potencia del surgimiento de una cultura sin clases que se plasmó en arte el público, en instituciones estatales y en ámbitos rurales.
Cabe destacar el Llamamiento a los artistas plásticos latinoamericanos, el cual denotó un fuerte ímpetu dirigido hacia la desalienación de las y los artistas latinoamericanos, contaminando las áreas de la creación con el fin de contribuir a la generación de nuevas tácticas que pudieran llevar a cabo el programa y los sueños socialistas y de empoderamiento de las clases obreras y campesinas. Así se dirigió a la generación de acciones que posibilitaran el razonamiento concreto del gesto revolucionario. Por ejemplo, a partir de la creación de exposiciones binacionales[5] donde las obras de cada país se donaran a su contraparte con el efecto de fortalecer los acervos institucionales de cada uno y, de manera consciente, burlar las lógicas del mercado y la cooptación cultural.
Para el chileno Miguel Rojas Mix, director de las actividades del Instituto de Arte Latinoamericano de la Universidad de Chile: “El artista que trabaja para el mercado transforma su obra en valor de cambio y trabaja para mantener el status de la burguesía capaz de adquirir esos bienes. En cambio, [a partir de este propósito] el artista trabaja directamente para el pueblo”[6]. Enfrentar este problema significó contar con la posibilidad de “concentrar obras y utilizarlas como elementos formadores de la capacidad artística de las masas”[7].
Sin embargo, no fue lo estético lo que se transformó, ni la imagen, ni su técnica, sino más bien el uso que se le dio a la visualidad artística. Para comprender los lineamientos a los cuales estos dos Encuentros se sujetaron, es importante comprender que son resultado directo del Congreso de Educación y Cultura celebrado en el Hotel Habana Libre del el 23 al 30 de abril de 1971, cuyas premisas fueron a grandes rasgos informar y educar por medio de la cultura y las artes[8]. Desde este lugar, la experimentación artística no tuvo total cabida a pesar de las numerosos veces que se le enuncia en la redacción de los dos Encuentros de 1972, pues al estar comandado bajo el conservadurismo del partido comunista cubano, se le restringió la opción de transgredir las formas del hacer. La única opción fue la de seguir el camino de la bidimensionalidad con base en el socialismo soviético.
Presentar la perspectiva mexicana a continuación, nos dará la posibilidad de entrever otras gestaciones de procesos estéticos revolucionarios efectivos que salen de la norma impuesta por sistemas coercitivos, y que aun así contribuyen a la emancipación de clase.
México y la renovación de la estética marxista
El crítico y director del Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires, Jorge Glusberg, postulaba a mediados de los setenta que el arte de Latinoamérica debía traspasar las referencias a la realidad para centrarse en los canales de comunicación como alternativa a la centralidad que existía entre artista-obra-espectador. Dicha postura demarcó a una generación de artistas que operaron en torno a la producción de canales de sensibilidad por medio de tecnologías que supusieron la creación de obras de cariz conceptual. Esta innovación de lo técnico marcó, en general, al arte argentino de los sesenta-setenta a partir del uso y crítica a los medios de comunicación de masas, el uso de la performatividad como medio de producción de lenguajes separados de la actitud formal revolucionaria y socialista, y la efimeralidad como campo de significación autónoma.
Luego de 1968 en México, se generaliza un tipo de producción de obras que se plantean desde la innovación técnica semejante a lo enunciado por Glusberg: arte efímero, performativo y conceptual, pero sin abandonar el ámbito popular ni revolucionario. De esta manera, varios grupos aparecen a través de la colectivización de su quehacer, definiendo a esta época al lograr contaminar la institucionalidad artística y política por medio de obras que resisten y burlan toda forma de control de las artes en México.
Un antecedente deviene de la exposición Confrontación ’66, en la cual se reúne en el Palacio de Bellas Artes una enorme cantidad de obras (¡aproximadamente 400!) que aparentemente responderían a una generación de ruptura respecto de la estética mexicana que había sido comandada durante décadas por los grandes maestros del muralismo: Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, entre otros. Arnold Belkin, muralista también, presentó oportunamente en 1966 durante un simposio sobre esta polémica exposición, una crítica y un posicionamiento radical frente a la institucionalidad del arte, representada por críticos alineados al elitismo artístico, quienes perseguían la consolidación de una nueva estética que rompiera con el muralismo u obras de cariz socialista e institucional, teniéndose a sí misma como la renovación de la plástica a nivel nacional por medio de la abstracción y la “libertad” de los temas a representar.
Sin embargo, no todo estuvo alojado en el rompimiento con el legado de los artistas muralistas de la Revolución Mexicana. Este proceso de complejización de la historia del arte deviene de gestos que permiten comprender cómo se desarrolla una vertiente que logra trascender el legado del muralismo sin negarlo, a partir de críticos como Juan Acha al señalar la importancia de renovar los lenguajes estéticos desde fines de los sesenta, o Alberto Hijar, que concientizó el quehacer artístico alineándolo a los análisis que se tenían respecto del estado de dependencia en que Latinoamérica se veía inmersa.
Ellos influenciaron notablemente una generación de artistas que renovaron completamente las formas del hacer: ya sea a partir de la experimentación técnica, usando soportes y materialidades antes no considerados, o bien, por medio de la conceptualización del lenguaje que sin embargo se dirigía astutamente hacia la crítica al Estado y su violencia de clase -burlando sus aparatos de censura-; hacia las injusticias del mercado y la elitización de la cultura; y hacia una crítica a la explotación de los pueblos mexicanos y latinoamericanos. Se planteó así proponer otras formas de relación social fuera del marco de las hegemonías e imperialismos culturales.
Alberto Hijar, esteta marxista e importante generador de consciencia crítica de los artistas mexicanos de inicios de la década de los 70, nos dice que la estética tiene un poder transformador. Así como Traba, para él el arte no puede ni debe deslindarse de su coyuntura. Que el arte proponga estéticas y temas permite que la sociedad desde luego se afecte por lo que observa y así sienta y se irradie desde un campo de acción conjunta. Traigo la siguiente afirmación del maestro Hijar: “arte es lucha de clases en la imaginación porque culturalmente toda forma de arte no tiene partida (ni llegada) fuera de su característica social”[9].
De esta forma, a partir del ámbito educativo realizado por medio del Curso Vivo de Arte, dependiente del Departamento de Difusión Cultural de la UNAM -que inicia a principios de 1960 y del cual Hijar fue su Coordinador-, se proyecta la importancia de poner a leer y discutir a estetas marxistas (como Marx, Althusser, Marcuse, Samir Amin, o Yuri Lotman, entre otros, y recuperando las enseñanzas del filósofo y esteta mexicano Adolfo Sánchez Vásquez), con el fin de permear al arte mexicano epocal en su consideración popular, de masas, y como posibilitador de agencia contra el dominio del imperio.
Grupos que aparecen según estos planteamientos marxistas corresponden a Tepito Arte Acá (1970), el Taller de Arte e Ideología (1975), Grupo Proceso Pentágono (1976), El Colectivo (1976), y/o Suma (1976), entre los más radicales en tanto promotores de consciencia, y militantes contra la violencia y exterminio de Estado que se vivió en México, Centro y Sudamérica en dicha época. Sus principales consignas van –parafraseando- desde “la importancia del trabajo colectivo para el enfrentamiento hacia el sistema establecido cuya ideología dominante se manifiesta bajo el signo del individualismo” (Suma); a “la actitud ante la vida, ante un contexto, ante lo que somos” (Tepito Arte Acá); a que “la transformación a fondo no es romper con el sistema, sino romper el sistema hasta transformar sus entrañas putrefactas” (Grupo Proceso Pentágono); a “luchar por el sindicalismo independiente y el rescate de la historia ocultada hasta ahora por los intereses dominantes, especialmente en el campo de la lucha ideológica” (Taller Arte e Ideología); y/o a “la práctica socio-estética orientada a respaldar, colaborar y articular con las organizaciones populares democráticas que luchan por la libertad económica y política en México” (El Colectivo).
Analizar cómo las artes epocales del sesenta y setenta en Latinoamérica contribuyeron a generar a la y él sujeto revolucionario, bajo la intención de pasar de la ambivalencia estilística signada por las fluctuaciones del mercado y del consumo hacia la consciencia y el dominio de las facultades de la y el sujeto artista, permite entrever distintas dinámicas de politización que promovieron resultados diversos en la transfiguración de la realidad. Historizando sus devenires, podremos leer a contrapelo una historia del arte político latinoamericano que, fuera de su aparente ingenuidad y/o respecto de su semejanza con los centros hegemónicos “productores” del pop y/o de los conceptualismos, produjo iniciativas que sustentaron la conformación de imaginarios que nos pertenecen hasta hoy.
Imagen: Jorge Acuña, Mimo en Plaza San Martín, Teatro de la calle (1970), “La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre.” J.C. Mariátegui.
[1] Marta Traba, Dos Décadas Vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970 (Buenos Aires: Siglo XXi editores, 2005), 228.
[2] Ambas referencias se encuentran en la publicación del Instituto de Arte Latinoamericano de la Universidad de Chile editado por Miguel Rojas Mix: Dos Encuentros. Encuentro de artistas plásticos del Cono Sur (Chile), Encuentro de plástica latinoamericana (Cuba), (Santiago de Chile: Cuadernos de Arte Latinoamericano, Instituto de Arte Latinoamericano, Universidad de Chile, 1973).
[3] Estos son: Significación ideológica del arte; El arte en América Latina y en el momento histórico mundial; El arte y los medios de comunicación de masas; El arte y la creación popular; Estrategia cultural.
[4] El Llamamiento a los artistas plásticos latinoamericanos fue escrito en La Habana un año antes, en 1971. Este inicia con una reflexión en torno al desarrollo de las artes en general en el continente. Destaca que a partir de la década del sesenta, se consolida una fase alineada a los ideales bolivarianos de afirmación continental y nacionalista, marcado por el auge del socialismo, la descolonización, los procesos revolucionarios de Cuba, Vietnam, Chile, Perú, y Panamá, el brote de la guerrilla urbana y rural, la insurgencia estudiantil, y los movimientos de la izquierda cristiana. Asimismo consideró la interpelación del espacio cultural y su contenido tradicional, hacia la generación de una estética que interactuara con el pueblo en tanto receptor de los contenidos que se debían presentar. De esta forma, el llamamiento se declaraba como aliciente de un rigor en el quehacer artístico, capaz de consolidar los procesos que se estaban gestando entonces. En Rojas Mix, Dos Encuentros…
[5] Para más información ver catálogo de exposición de Encuentro Chile-Cuba, realizado en Casa de las Américas durante los meses de julio y agosto en La Habana, 1973. Miguel Rojas Mix y Adelaida de Juan, Encuentro Chile Cuba (Santiago de Chile: Andrés Bello, Cuadernos de Arte Latinoamericano, 1973).
[6] Rojas Mix, Encuentro Chile Cuba, 16.
[7] Rojas Mix, Encuentro Chile Cuba, 16.
[8] Extraído de Mariana Marchesi, “Redes de arte revolucionario: el polo cultural chileno-cubano, 1970-1973”, A Contra corriente, vol. 8, no.1 (2010), 120-162, www.ncsu.edu/project/acontracorriente
[9] Alberto Hijar, Entrevista sobre estética marxista. Diez respuestas a un idealista. En Miguel Ángel Esquivel, Alberto Hijar: lucha de clases en la imaginación. Estética y marxismo en América Latina, (CDMX: Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, Cisnegro, 2015), 49.