De justiciero a urbanista
Sergio Gallardo - 12/03/2015
Por Alejandro Cabrera - 29/11/2013
Hace unas semanas decidí comprar boletos para ver la promocionada obra musical Wicked porque a pesar de no ser un fanático del teatro musical si lo soy de la arquitectura. Acudir a la obra me permitía matar dos pájaros de un tiro. Por una parte, presenciar la laureada puesta en escena que llegaba a México desde Broadway con la promesa de ser la mejor en su género y en segundo término aprovecharía el boleto para conocer el antes llamado Teatro Cervantes, hoy Teatro Telcel. Ambos motivos tenían una fuerte dosis de morbo ya que el proyecto arquitectónico lo conocí en su etapa de construcción y la descripción realizada por su creador, el Arq. Antón García Abril (Madrid, 1969), me pareció por demás interesante. Resultaba sorprendente que un teatro subterráneo que quedaría como vértice central entre Plaza Carso, el Museo Soumaya y el Museo Jumex fuera a tener cabida en su carácter de inversión extranjera con una propuesta y calidad que como dicen por ahí: hasta no ver no creer.
Llegué al teatro con tiempo suficiente para apreciar los detalles del espacio y ser puntual a la función. Desde el acceso noté anomalías ya que se me impidió el paso a pesar de que faltaban menos de 20 minutos para que comenzara la obra. Las áreas comunes del teatro estaban vacías y en cambio todos los espectadores nos aplastabamos frente a un guardia sin criterio y sin entender las causas. Al filo del reloj entramos y para mi sorpresa todos los muros que conocí en tonos oscuros, los cuales destacaban las terrazas descendentes, ahora eran totalmente blancos. El piso terminado con un laminado de mal gusto y el mobiliario de las áreas de descanso parecía provenir de un catálogo de tercera. En realidad se puede resumir en una especie de Centro de Atención Telcel de grandísimas dimensiones. Ni hablar, la compra del teatro por parte del Grupo Carso y la operación por parte de Ocesa lograron transformar la vocación inicial del recinto.
Ahora a disfrutar la obra. La escenografía se presumía excelente incluso antes de la tercera llamada y así fue. La producción es una réplica exacta a la norteamericana, el casting es de un buen nivel (pese a muchos prejuicios que lo han desacreditado antes de ver el resultado) y por ende las actuaciones son de buena calidad. Es una obra que, originada sobre el argumento del Mago de Oz, nos regala una precuela ingeniosa y efectiva que ha permeado en el gusto del público por años. Es la historia acerca del orígen de las brujas de Oz, incluso antes de la aparición de Dorothy.
Podemos estar orgullosos del montaje y también podemos confirmar que la calidad de estas producciones es tan buena como en otros países de mayor tradición en este rubro. La obra fluye perfectamente y sus casi tres horas de duración no pesan en absoluto. Quizá existe un solo elemento que puede resultar cansado y eso se debe a la tropicalización que se le hace a la traducción de las canciones y diálogos. Nunca esperé, ni creí necesario incorporar la palabra sospechosismo como un chiste poco efectivo por ejemplo. Pese a dichos detalles (bastante frecuentes) puedo recomendar la obra sin dudarlo. Además fui sumamente afortunado. El alto precio de mi boleto incluía un barandal que reducía mi espacio en un 30% además de un olvidado extintor a los pies de mi butaca. Supongo que era parte de los beneficios que brinda Telcel en sus planes amigo.
Las reacciones del público se hicieron presentes durante toda la obra, desde risas hasta suspiros que fueron acompañando los diversos números musicales y resaltaron el buen ritmo de la obra hasta su climax. Momentos de buen humor, lapsos de reflexión, canciones que permiten el lucimiento vocal de los actores y un constante despliegue de luces y tecnología. Un gran número de varas en la tramoya y un enorme dragón que cobra vida en dos o tres ocasiones. Lo mismo la música en vivo como un elemento que enriquece la obra. En conclusión, la experiencia escénica aislada del sitio que la alberga es muy grata. El teatro, su operación, acabados y descuidos son lamentables. Tan lamentable como que la dovela, esencia del proyecto y único elemento arquitectónico que sobresale del nivel de calle haya terminado como soporte de una gran pantalla de leds que funciona como marquesina. Un caso más de como los negocios en México riñen constantemente con el buen gusto y para muestra basta un museo.
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