Va muy bien la remodelación de las calles y banquetas en mi colonia. Hace unos meses se recuperaron las esquinas donde antes estacionaban sus autos los más idiotas (así llamaban los griegos a los no se ocupa de los asuntos públicos -como el paso peatonal, digamos- según lo recuerda Sergio Beltrán en su artículo “Rayo Gentrificador”). Se sustituyeron los idiotas por bolardos y rampas que se flanquearon con azaleas y lavanda, en jardineras que tienen el encanto de no servir para otra cosa que para mejorar la visibilidad y evitar accidentes en los cruces de calles. Después llegaron los parquímetros y las bicicletas públicas. Pura felicidad. Se mudaron los franeleros, seguramente a la colonia vecina o donde pudieron encontrar alguna calle libre de este tipo de administración.
Ya tenemos en mi calle hasta nuestro primer “parque de bolsillo”, una de esas dosis homeopáticas, entre optimistas y patéticas, de plantas y bancas, de reposo y comunidad. Nuestro nano-parque tiene un arco de acceso y una cortina de bambú reforzada con tubos metálicos y alambre. Tiene sillas Acapulco, unas bancas de madera patinada bien ancladas al concreto, conexiones a alguna red eléctrica, el mexicano tezontle y unas cubetas de metal galvanizado para albergar el rumor del agua, faltaba más. Todo diseñado con la estética tierna y cutre de un recuerdito de bautizo. Y con la mala leche de algún empresario que considera un obsequio para sus nuevos vecinos el extender su empresa a las banquetas que pagamos todos. El parque de mi calle es particular: se apaña y que se jodan, como todo lo demás -parafraseando la canción infantil-.
Yo, que irradio optimismo y siempre intento documentarlo, supongo por supuesto que existen permisos para esta preciosa intervención urbana. El “encargado del proyecto” (así se identificó la persona que supervisa la obra desde una de las banca) quedó muy formalmente de compartirme copias de los trámites que realizó la empresa “Coffe Matters” –public space does not– para eliminar la molesta plaga de azaleas, lavanda y otras feas hierbas que había en esa jardinera, regalarnos su visión de los Jardins Enchantés y, de paso pues, ampliar su negocito. Las intenciones de compartir los documentos se quedaron a reposar sobre las bancas, me imagino.
Yo pienso que este proyecto es parte del efecto “High Line”: la reapropiación para el disfrute peatonal de la infraestructura vial, aunque en este caso siga en uso. Porque es bien sabido que si queremos llegar a ser neoyorquinos, la civilidad y la condición de ciudadanos cosmopolitas se alcanzan por dosis de capuchinos, no por el respeto a lo que no simplemente no es tuyo. A aquello que no necesita de tus ocurrencias y de tu olfato para los negocios. Como escribe Sergio Beltrán en su buen artículo sobre la gentrificación “(…) los que desean transformar porque alguien dijo que estaba desaprovechado, los que quieren limpiar porque alguien dijo que está sucio y los que quieren embellecer porque alguien dijo que está deforme (…) aquella persona no lo dijo porque quiere más ciudad, lo dijo porque quiere más dinero”.
En espera de conocer los permisos, por lo pronto ya preparo un par de propuestas para presentar a las autoridades delegacionales y convertir algunas jardineras disponibles. Una de ellas será pensión canina. Muy pública y barrial, rodeada de malla ciclónica, con cobro por hora y servicio de “corrección de travesuras”. Para otra jardinera me pondré en contacto con “Cata”, la creadora de la auténtica torta de chilaquil con cochinita pibil, para sugerirle que haga de su éxito en la Condesa una franquicia. Comprar después unos equipales, muy públicos y campiranos, y ofrecer un desinteresado servicio de cocina de barrio. Qué lástima que ya se fue, expulsado por los parquímetros, “El Jarocho”, esa institución de la administración de la vía pública y el arte de sentarse sobre un huacal. Bien pudo haberse instalado a despachar desde uno de estos “parques para su bolsillo”. Por lo menos era un gandalla con más arraigo en la calle. Aunque me provoque un poco de miedo, para dar formal aviso de mis intenciones buscaré al vagabundo esquizofrénico que regula el espacio público de mi colonia, a silbidos, con mayor prontitud que las autoridades y mientras acumula PET en su carrito de súper mercado.
Todo esto lo reflexionaba hace unos días después de escuchar en la Biblioteca Vasconcelos una mesa redonda titulada “La esencia del espacio público”. Hubo profundas reflexiones y analogías sobre el alma y el cuerpo, mucho mapeo, las necesarias alusiones a la permeabilidad, la conectividad, el libre acceso, la polifuncionalidad y otros tópicos. “Construimos y somos espacio público”, se concluyó esa tarde. “Lo social se inscribe en el espacio público, como la violencia se inscribe en el cuerpo”, alcancé a registrar en la libreta. Pasando por el “parque para su bolsillo” pensé en organizar una nueva edición de esa mesa redonda. Los invito a disfrutar del reordenamiento de calles y banquetas en la colonia Nápoles. Si nos ponemos de acuerdo, yo pongo la jarra de café (que traeré por supuesto de mi casa o del café de la siguiente cuadra, que opera de su puerta para atrás). Un generoso empresario, al que el café le importa, pondrá las bancas y el decorado. Calle Dakota esquina Galveston. No falten. Les aseguro que habrá debate espontáneo sobre la esencia del espacio público.