… Nature has cunning ways of finding our weakest spot.
–Mr. Pelman, Call me by your name, Luca Guadagnino, 2017.
La última cinta de Luca Guadagnino Call me by your name es una oda a la belleza espacial y al hedonismo, un derroche de intelectualidad. Está basada en la novela homónima de André Aciman y ambientada en una suntuosa Vila al norte de Italia por allá de 1983.
La cinta narra un romance fugaz e idílico entre Elio (Timothée Chalamet), un joven prodigio de 17 años, y Olliver (Armie Hammer), un estudiante de doctorado ganador de una estancia veraniega en la villa de su profesor, el padre de Elio. A lo largo de la película vemos lo que en un principio parece una relación competitiva y colmada de desavenencias entre los dos personajes para después aumentar la tensión física y atrayente, producto de la convivencia diaria y la mutua admiración. Es sin duda una cinta sobre el amor y el deseo, donde cada encuadre y lugar son una evocación al gozo y la dicha. El soundtrack es delicioso y el discurso memorable (no spoilers) sustenta todo el hype aspiracional y conmemorativo de algún pasional amor de juventud.
Lo interesante, más allá de la empatía que podamos desarrollar en remembranza de nuestro primer amor o de la impecable encarnación de la curiosidad y ansiedad propias de la edad de Elio (bien llamada adolescencia), sin lugar a dudas es el poder de la naturaleza y lo embriagante que puede ser un espacio.
La locación: una villa del siglo XVII en la región de Lombardía, Italia, con una majestuosa edificación de altas puertas acristaladas que comunican con exteriores dignos de una pintura impresionista, muros y pasillos elongados, una pileta de piedra que pide a gritos zambullirse en ella y unos interiores finamente orquestados por el mismo Guadagnino en colaboración con la directora de arte Violante Visconti di Morone. Morone plaga de intelectualismo cada espacio, le imprime vida y el indiscutible paso del tiempo, algunos de los muebles son suyos, otros objetos fueron rentados especialmente para la filmación.
En la cinta el profesor Perlman (un formidable Michael Stuhlbarg) y su esposa Annella (Amira Casar) encarnan el placer de la erudición, disfrutan tanto del espacio como de las piezas albergadas en él, brincan de un idioma a otro (inglés, italiano, francés y alemán) como si cambiaran las páginas de un libro, impregnan la personalidad coleccionista y viajera reflejada a la perfección por el equipo de diseño de producción y arte. En cada momento los personajes interactúan activamente con el lugar, desde las jugosas frutas hasta las cómodas daybeds situadas estratégicamente en los corredores para disfrutar de la lectura. Cada rincón de la casa es aprovechado al máximo, lo cual me hizo reflexionar sobre la intención de la arquitectura del momento.
El siglo XVII es nada más y nada menos que el tiempo de grandes arquitectos italianos como Bernini, Borromini, Guarino Guarini, Alessandro Specchi, Giovanni Battista y Carlo Maderno. Podemos notar signos claros del renacimiento arquitectónico, por ejemplo, en la pequeña ciudad que visitan frecuentemente Elio y Oliver, en los lugares de encuentro y en el espacio destinado a la contemplación y alimentación del intelecto.
La arquitectura era entonces un medio para edificar edificios geométricamente perfectos a través de la matemática, remanente de la arquitectura clásica romana que a su vez deviene de la griega; una evocación de la máxima armonía y proporción. Los ambientes propician el hedonismo y la producción artística, imposible no sentirse inspirado. El clima general de la estética de la película hace referencia a la cultura griega y nuestros personajes principales aluden a aquellos adonis y efebos.
La naturaleza juega claramente un papel protagónico al ser enaltecida como creación suprema y lo más cercano a la perfección, por lo tanto difícilmente veremos alguna toma o secuencia sin la presencia de esta, desde la cuidadosa iluminación hasta un medio aislante que alberga intimidad.
Así, más allá de ser una película memorable por su argumento, la complejidad de sus personajes y un final desgarrador, es una experiencia sensitiva que nos hace añorar aquel tiempo en que la arquitectura dotaba de herramientas espaciales que permitían a la humanidad cultivar y alimentar el ser. Ahora estamos demasiado inmersos en la tecnología y la inteligencia artificial, tan conectados a las pantallas (a lo Netflix and Chill) que olvidamos nuestro sitio en el espacio y la naturaleza. Dejamos de disfrutar el lugar y las experiencias que este nos brinda, quizás convendría quitarnos la capa aislante que hemos construido y permitirle a nuestros sentidos maravillarse nuevamente.