Destrazas Ediciones
Alejandro Cabrera - 19/03/2017
Por Marlen Mendoza - 14/04/2016
“La calle de la amargura”
Dirección: Arturo Ripstein
Guión: Paz Alicia Garciadiego
(2015)
“El patio de mi casa”
Dirección: Carlos Hagerman
(2015)
Después de andar rondando por otros temas vuelvo gustosa al cine, esta ocasión reflexionando sobre dos películas aún en cartelera: “El patio de mi casa” pieza documental de Carlos Hagerman y una sórdida “La calle de la amargura” por Arturo Ripstein. Aunque en primera instancia, y para quienes ya las han visto, no pareciera existir relación alguna entre ambas, hay un fenómeno interesante en torno a ambas que se expone claramente y sin intención: la acción de habitar.
Por un lado, en “La calle de la amargura” se recrea la historia de nota roja sobre el asesinato de dos estrellas del mundo de la lucha libre, conocidos como la Parkita y Espectrito Jr., un par de hermanos gemelos, ambos luchadores sombra -denominación utilizada para aquellos luchadores liliputienses-, a mano de dos sexo servidoras conocidas como “las goteras”, puesto que solían adormecer a los clientes utilizando gotas oftálmicas para robarles sus pertenencias. Lo anterior se desarrolla en el calor y crudeza del retrato resquebrajado del centro de la Ciudad de México, en una vecindad cercana a la famosa Arena Coliseo, ubicada sobre la calle de República de Perú, entre República de Chile y República de Brasil.
Haciendo uso constante del plano secuencia, y en muchas ocasiones con tintes alusivos al cine de Buñuel, Ripstein repara en detalles icónicos del atemporal modelo de vivienda popular: la vecindad. Es así como podemos ver en minúsculas ropas a una sólida Patricia Reyes Spíndola deambulando entre pasillos, escaleras, el típico patio central donde lava su cabello además de una angustiosa habitación que comparte con su madre mientras su vecina Dora (Nora Velázquez) sortea peripecias entre azoteas con lavaderos y tinacos. El director deja un mal sabor de boca producto de la estética del hacinamiento, insalubridad e inseguridad, siempre con ese aire de teatros y sesgo urbano que representa este fenómeno más allá de lo marginal y la desigualdad social.
Salta a la vista una sociedad compleja y melodiosa gracias al guión de Paz Alicia Garciadiego, empapado de folclor tanto en sus frases como en algunas puntadas que arrancan carcajadas, aunque el peso de la película recae en sus protagonistas femeninas (Spíndola y Velázquez) y salvo un par de traspiés, es una película redonda, ligeramente superficial, al no ahondar en desarrollar mejor a sus personajes por ejemplo; pero que en términos arquitectónicos, provee una riqueza visual y deja un amargo sabor de boca, cumple con recordarnos que tenemos organismos que respiran y subsisten entre lo que queremos ver cómo modernidad. Sobresale conceptos claves como el uso del indispensable patio central, en el que se llevan a cabo un sin fin de actividades y sirve como escenario reflejo del día a día; el zaguán siempre abierto a la ciudad e indiscutiblemente techado; los servicios compartidos, una fuerte identidad barrial y apropiación del espacio, de un modo u otro es una comunidad cerrada donde todos los actores se conocen entre sí.
En contraparte, “El patio de mi casa” es un romántico y dulce homenaje a Óscar Hagerman y Dora Ruíz Galindo, padres del director Carlos Hagerman. Este documental con tintes nostálgicos e inspiradores nos lleva por el día a día de Doris y Óscar y sus inquietudes y miedos ahora que se encuentran en una edad avanzada. Óscar es arquitecto y tiene una pasión por el diseño de arquitectura rural, además de impartir clases en diversas instituciones, es íntimamente un profesional sumamente activo; Doris por su parte lidera un proyecto educativo llamado Tanesque, ambos tienen como campo de acción la sierra poblana. La cinta nos pone en un nivel íntimo, llega fácilmente al espectador y crea de inmediato un vínculo de identidad inevitable al inferir que cada espectador tiene o tuvo alguna relación así de estrecha con un ser querido. Más allá de la honestidad de su discurso cinematográfico, los temas en torno a la familia y ese sentido de preservación ya sea verbal, como la transmisión de conocimiento, o en su caso visual, presentando material videográfico de generaciones anteriores, el director pretende dejar un testimonio vivo de sus padres para las generaciones futuras.
Es conocida la trayectoria de Óscar Hagerman, su aporte al estudio del modelo de arquitectura rural y al diseño industrial, también son claras sus referencias a Alvar Aalto; lo interesante detrás del documental es aquella cara que no se conoce, el ímpetu por seguir aprendiendo y luchando con las limitantes propias de la edad y el legado intelectual que busca depositar en arquitectos jóvenes.
Hay en cámara atmósferas definidas, por un lado la casa en “valle” con claros rasgos que demuestran la experimentación de los sistemas que propone en la arquitectura rural, así como varias de las sillas que él mismo diseñó, también la acogedora casa habitación, donde habitan diariamente, que no esconde ni disimula comodidades, sin embargo cuenta con detalles ingeniosos como un guante de cocina con harina, atado a la puerta para crear un contrapeso y así siempre mantenerla cerrada. El documental derrocha cariño y admiración, no es para menos.
Ambas películas son retratos del habitar, muestran cómo es que el entorno propicia situaciones y condiciona a sus usuarios, de qué manera influye en la sociedad y cómo esta exterioriza los estímulos que recibe del espacio. Aquí hay dos ejemplos de los contrastes que coexisten en un mismo país. Por un lado tenemos un ambiente epítome de la supervivencia, mientras en la otra acera tenemos la reflexión, felicidad y altruismo, producto de un hábitat saludable y de un profundo sentido de bienestar que se exterioriza.
Ambas invitan a la reflexión en torno a la calidad de vida inherente a la calidad del hábitat, los espacios angustiosos y hacinados contra la luz y la amplitud rodeados de vegetación. Olvidamos en ocasiones la supremacía circundante a un concepto básico, casi instintivo como lo es la necesidad de un refugio, la casa tiene un valor patrimonial y aislante, cuántos de nosotros no llegamos a casa y sentimos un alivio inmediato; es, culturalmente hablando, un pedacito de espacio íntimo e independiente en el cual vertemos las actividades vitales que nos alimentan como seres sociales, es un espacio destinado al descanso, la recreación y nos empeñamos en imprimirle un sello distintivo que nos refleje como personas. La casa implica una relación intrínseca con los recuerdos de la infancia, y deviene de un punto de partida inamovible al momento de considerar emprender una familia nueva. Nos define y nos marca. Es entonces cuando de pronto, el arquitecto no puede mantenerse indiferente a un objeto tan simbólico y trascendental. Parece inevitable y competente regresar a estudiar a aquellos que al proyectar una casa le imprimían no sólo pasión por el diseño, sino que su eje principal era el análisis profundo y exhaustivo del entorno siempre de la mano de las necesidades y funcionamiento del usuario. Aquellos arquitectos que no pretendían monigotes esculturales que alimentarán egos, buscaban poner la arquitectura al servicio honesto y preciso de la sociedad y la ciudad, lejos de los voraces intereses capitales. Necesitamos reestructurar el concepto de casa y devolverle su dignidad.
NOTAS RELACIONADAS
LO MÁS LEÍDO.