El preciso momento de lo que llamamos “cultura” se rehúsa a explicarse por los usuales tratamientos de la genealogía o como las variantes de un asunto de época. La diseminación de lo que anteriormente demarcaba al intelectual como un productor cultural legítimo y plenamente localizado ha abierto continuamente la pregunta: ¿quiénes son los productores y quiénes los consumidores de cultura hoy en día? y si acaso esa partición no tiende a borrarse o, por lo menos, ya presenta otras pautas.
Ulises Carrión (1941-1989) era un escritor en vías de ser reconocido como parte de la intelectualidad mexicana de los años sesenta cuando optó, a inicios de los años setenta, por autoexiliarse en Ámsterdam y renunciar por completo a la literatura para dedicarse a los “libros de artista”. Durante este periodo, en el que publicó El arte nuevo de hacer libros (1974) y fundó la galería-archivo Other Books and So (1975-1978, destinada a concentrar libros-arte de todas las latitudes), Carrión se despegó conscientemente de la actividad literaria y despuntó como un estratega cultural multifacético.
La correspondencia que mantuvo con Octavio Paz en esta época (en plena turbulencia por el giro dado) delata lo radical del movimiento del escritor convertido en artista de libros así como la incomprensión genuina del jerarca local de esa radicalidad. Carrión escribía:
Yo no quiero ni puedo imponer un contenido porque no sé qué quieren decir exactamente las palabras (¿y cómo saber si el lector sabe?). No estoy seguro absolutamente de nada. No, no absolutamente. Lo que sí sé de seguro es que las estructuras están allí, de que las entiendo como el lector las entiende, de que se mueven si las toco, y de que, entonces sí, “emiten” […]. Así, en mis textos las palabras no cuentan porque significan esto o aquello para mí o para alguien más, sino porque, juntas, forman una estructura. Esta abstracción de los contenidos particulares es, precisamente, la mejor (no la única pero sí la mejor) posibilidad que tiene el mensaje literario de contener su propia negación. (Carta del 22 de octubre de 1972).
A esto el intelectual respondió en una misiva:
Escribir un texto que sea todos los textos o escribir un texto que sea la destrucción de todos los textos. Doble faz de la misma pasión por lo absoluto. (Carta del 3 de abril de 1973).
Es manifiesto que cuando Octavio Paz evaluó el intento de Carrión, lo puso de un lado de los extremos con los que entendía el territorio del arte moderno: entre la negación absoluta y la afirmación de un arte que era vehículo de las ideas universales. La “destrucción absoluta” que pretendía hacer Carrión con la literatura le habría parecido la consecuencia pasional de una práctica acumulada de la ironía. La inercia de esta interpretación relumbra aún en la mitificación de Carrión como héroe de la post-literatura.
Pero a diferencia del espacio de absolutos donde Paz lo encasillaba, la atención historiográfica que ha recibido la trayectoria artística de Carrión en los últimos años permite ver que su crítica al texto literario no era tan pasional y se construyó más bien pacientemente, como articulación teórica compleja que, en lugar de destruir la literatura, expandió un campo en el que muchos otros intervienen hasta el día de hoy.
En El arte nuevo de hacer libros (1975), manifiesto sobre lo que adelante concretará con la palabra bookwork (en consonancia con artwork), Carrión no se va sobre los géneros literarios sino que ataca un problema desde la retórica: la relación entre lenguaje e intención. El problema del “arte viejo” (la literatura de las palabras) es que se piensa en un marco donde mandan las reglas de la retórica. Dice:
El lenguaje de la vida cotidiana es intencional, o sea, utilitario; sirve para transmitir ideas y sentimientos, para exponer, para declarar, para convencer, para invocar, para acusar, etc.
El lenguaje del arte viejo es también intencional, o utilitario.
Más adelante sentencia:
La intención es la madre de la retórica.
….
Las palabras no pueden dejar de significar algo, pero sí pueden ser despojadas de intencionalidad.
La respuesta que ofrece, la forma de arrancar a las palabras del espacio de intencionalidad en el que están, es decir, el espacio textual (un espacio ideal de intersubjetividad que existe en un plano metafísico), es obrando sobre el espacio físico. Pone en sus aforismos:
….
El espacio existe fuera de la subjetividad.
Si dos sujetos se comunican en el espacio, el espacio es un elemento de la comunicación. El espacio modifica la comunicación. El espacio impone sus propias leyes a la comunicación.
La palabra impresa está presa en la materia del libro.
Debemos a Peter Sloterdijk la observación de que Cicerón acuñó el concepto de “cultura” haciendo una analogía entre el surco del cultivo y la línea del texto. El acceso a la experiencia en Occidente queda así no tanto organizado por una metáfora orgánica como por el libro y su analogía con el mundo. De la misma forma que “cultivarnos” a la fecha quiere decir entrenarse en la lectoescritura de textos. La intentona de Carrión, pues, (al solicitar sinceramente: “querido lector, no lea”) se plasma en la liberación de la experiencia cultural como una situación exclusivamente textual y constreñida a una organización comprensiva lineal.
Por el rumbo contrario a formatear la experiencia conforme a la página del libro, actuar en su materia es tratarlo conforme a la secuencia propia de la experiencia y la situación dada. De ahí el énfasis de que el libro es una “secuencia temporal”, principio que se aplica en la acción A book (1978): unas manos arrancan las hojas de un volumen y otras las recogen, las alisan y las apilan nuevamente una sobre otra. Esta compilación extremada violenta la función textual y le impone el tiempo físico al libro.
A pesar de que, tras el cierre de Other Books and So, y con la llegada de los años ochenta, el libro dejó de ser el motivo principal de los ejercicios artísticos de Carrión, el objetivo de abrir el campo del relato, así como la exploración de las posibilidades de un tipo distinto de operación cultural, se mantuvo en el horizonte de acciones como: El robo del año (el título original en holandés: De diefstal van het Jaar, 1982). Esta era una instalación en el museo de Assen, Holanda, en la que, al interior de un cuarto casi oscuro, brillaba, sobre un cojín de terciopelo, un diamante valuado en 4 350 florines. El público era invitado a realizar el acto de robarlo, cosa que nunca ocurrió. Solo hasta mucho tiempo después el diamante fue sustraído de la casa del artista. Hay muchas versiones del hecho.
Con esta obra Carrión se precisaba como un orquestador de situaciones que interpelaban el imaginario social, pero de otro modo a como lo haría el intelectual, mediante la interferencia de la estructuras éticas y la narrativa de la novela policiaca. Esto representaba una forma de actuar dentro de un relato sin clausura, cuyo final, de hecho, se vino a dar fuera del espacio y el tiempo de la exhibición. En este sentido, la acción era una forma más de desarticular la narrativa, confrontándola continuamente a partir de la experiencia. Desde esta inversión dialéctica se hacía posible la concretización de pistas alternas de sentido que, en consecuencia, planteaban la necesidad de un operador cultural distinto al modelo del crítico.
Así es que el salto de Carrión del libro de artista, al videoarte, como profesional del chisme y finalmente como estratega cultural, pareciera mostrar una secuencia lógica (él mismo diagramó algo así) marcada por la disolución de la autonomía del texto como modelo de comprensión que para la literatura representa el equivalente al estallido del marco en la pintura moderna, como cierre definitivo de la obra artística.
El éxito de Carrión no fue tanto la liberación efectiva del texto de la dictadura de la retórica, como la percepción ingeniosa del cambio de posición del escritor en el encuentro con otras formas de relato y de relatar o, más bien, de intervenir en una trama. Su hipotética centralidad en las prácticas artísticas contemporáneas se destaca por el perfil de su modus operandi. En otro plano, la lectura historiográfica del paso de Carrión como escritor de la periferia a artista del circuito global se advierte como el posible correlato de la descomposición del poder del intelectual en el marco del estado-nación.
Imagen: Tv-tonight-video, (1988)