Sur es una película argentina dirigida por Fernando Solanas, del año 1988, que intenta retratar el proceso afectivo que vivieron los argentinos al terminar la dictadura. El propósito de este texto es revisar los mecanismos que utiliza el director para mostrar (o no) la violencia de los militares.
El film cuenta la historia de Floreal, un preso político que es liberado al final de la dictadura, en 1983. A causa del tiempo que pasó en prisión, no está seguro de querer regresar a su antigua vida. Vagabundea toda la noche por las calles de una Buenos Aires cancelada, acompañado de su amigo “El Negro”, que desde la muerte le cuenta qué pasó durante sus años de encarcelamiento. A través de estos recorridos espaciales y temporales, logra reconciliarse con su pasado y regresa a su casa.
Para la construcción de toda la película, el director retoma muchos de los planteamientos del teatro épico de Bertolt Brecht. El objetivo de este tipo de representación era liberar al espectador, para que pudiera tener una actitud crítica ante el contexto en el que se encontraba.
Las artes teatrales se hallan ante la tarea de crear una nueva forma de transmisión de la obra de arte al espectador. Tienen que renunciar a su monopolio de dirigir sin réplica y sin crítica al espectador, y plantear representaciones de la convivencia social de los hombres que permitan al espectador una actitud crítica, incluso de desacuerdo, tanto hacia los procesos representados como hacia la misma representación.[1]
Una de las formas más efectivas de hacerlo, era romper con el ilusionismo y volver evidente la ficción. Si el espectador no era hipnotizado por la representación, podía mirar de forma crítica lo que estaba siendo representado. En el caso de Sur, al ver la ciudad, completamente imaginada, completamente alejada de la realidad, el espectador es consciente de que está viendo una película. Cuando El Negro aparece, y vemos su muerte pero se limpia la sangre como si fuera tierra, Solanas deshace la ilusión del realismo.
El distanciamiento se vuelve evidente también en la escena en la que se muestran unos fusilamientos. En toda esta escena no vemos ningún rostro, no logramos distinguir quiénes son los militares, ni quiénes son los presos. No son individuos, son únicamente cuerpos, muertos, desaparecidos. Esto impide que el espectador se identifique con los personajes. Se produce, en cambio, un efecto de distanciamiento. Se elimina el aspecto mágico e hipnótico de la escena, se impide al espectador involucrarse de forma emocional, permitiéndole una actitud crítica frente a lo que está viendo. “Lo que se ha eliminado en la dramaturgia brechtiana es la catharsis aristotélica, la exoneración de las pasiones por medio de la compenetración con la suerte conmovedora del héroe”.[2] Al ver esta escena, en vez de entristecernos, podemos entonces entender los distintos problemas que se presentaban durante la dictadura. Podemos reflexionar sobre la tortura, sobre el papel de los militares, sobre todos aquellos cuerpos sin nombre que desaparecieron, que no fueron encontrados. De esta forma, el director plantea desde el principio que el público pueda hacer una crítica a la dictadura, a los desaparecidos, a la tortura y a las problemáticas que se planteaban en el contexto postdicatorial.
Una de las grandes dificultades de representar el horror de la dictadura argentina es que casi no existían documentos y registros. El problema justamente era que no había cuerpo, no había restos, no había archivos, “en la Argentina el horror estaba signado por una palabra que implicaba un vacío: desaparecido”.[3] Un posible recurso era construir algo completamente imaginado a través de la ficción. Quizá porque se necesita algo más que el recuento de los hechos para lograr dar cuenta de todas las variables emocionales provocadas por este tipo de eventos en un sujeto. Existe algo en el horror que es difícil de mostrar, y es por eso que para narrar la experiencia personal, la ficción y la imaginación parecen un camino acertado, “para hacer ‘creíble’ el infierno vivido, es necesario hacer uso del artificio, es decir de la ficción”.[4] A través de la representación teatral, fantasmal, de la ciudad, Solanas vuelve evidente ese vacío, vuelve evidentes las figuras ausentes de los desaparecidos.
La tortura, la violencia exacerbada de la dictadura, nunca es mostrada en escena. El público está abandonado a adivinar e imaginar lo que está dicho en el silencio. “Es comúnmente aceptado en el arte escénico que el horror puede ser transmitido de forma más eficaz a través del poder sugestivo de las palabras que por el espectáculo”.[5] Si la violencia se presentara en escena, sería más fácil de procesar e interiorizar; si el espectador no logra verla, siempre estará la duda, la intriga, la imagen siempre rondará en la mente. Incluso cuando sí es mostrada, el director lo hace de tal forma que tampoco resulta tan violento al espectador. Cuando muere El Negro, Solanas nos distancia del suceso a través del absurdo. La escena de los fusilados está construida de tal forma que no logramos identificarnos ni se alcanza un punto catártico.
Así, la transmisión del horror se vuelve más efectiva, porque queda impregnada en la consciencia del espectador la imagen que construyó en su imaginación. Quizá porque la representación en imágenes nunca sería convincente, nunca le haría justicia a la realidad. “Qué substituto tan pobre sería su representación escénica, si se intentara, qué poco probable sería que estos detalles vividos lograran convencer”.[6] La puesta en escena gráfica de la violencia no lograría convencer al espectador, jamás lograría transmitir la totalidad del dolor físico y mental de la tortura, o de la desaparición, o de la muerte.
Sin embargo, esa violencia que se encuentra fuera de la escena, está siempre presente de alguna manera. “Lo obsceno no se localiza en un territorio estable; es más bien aquello que siempre está afuera de la escena, definiéndola: un espacio de negociación continua entre lo visible y lo oculto”.[7] Durante la dictadura, la violencia se mantuvo silenciada, reprimida. Nadie excepto los que lo vivieron sabían exactamente qué ocurría, ningún tipo de representación o recreación va a poder narrar la experiencia, las sensaciones. Solanas necesitaba encontrar otras maneras para transportar al espectador. Lo que devela justamente al poner fuera de escena la violencia, es este vacío que quedó. Vuelve evidente la ausencia, la muerte, el desaparecido. Vuelve evidente los mecanismos de silenciamiento, la falta de voces, la represión.
Por otra parte, la puesta en escena de una imagen violenta llevaría a la saturación del espectador, lo que provocaría que las imágenes se vaciaran de significado. Con la sobreexposición, todo podría decirse, las voces podrían escucharse, pero sólo obtendrían una misma significación: la del exceso de violencia. Quizá el acierto de mantener la violencia de la dictadura fuera de la escena, es que desestabiliza al espectador. Permite que las escenas de la película se llenen de otros significados. Esto da pie entonces a mirar de forma distinta la violencia de la dictadura. No sólo podemos entender de otra forma el vacío que dejó, sino que podemos voltear a verla de forma crítica.
[1] Bertolt Brecht, Escritos sobre teatro (Barcelona: Alba Editorial, 2004) , 24
[2] Walter Benjamin, Tentativas sobre Brecht (Madrid: Taurus, 1998), 36
[3] Noriega, Gustavo, “Estética de la desaparición”, en Pena, Jaime, Historias extraordinarias. Nuevo Cine argentino, Madrid, T & B Editores, 2009, p. 82
[4] Cohen, Esther, Los narradores de Auschwitz, Ciudad de México, Paidós, 2010, p. 33
[5] Sri Pathmanathan, R., Death in Greek Tragedy, Cambridge University Press, Greece & Rome, vol., 12, n°1, 1965, p. 6
[6] ibídem.
[7] Culp, Edwin, Reencuadrando lo obsceno. Tres miradas a la violencia en el cine mexicano contemporáneo, p. 1