Mucho se ha dicho respecto a la intrínseca relación que el arte y la cultura sostienen con el orden neoliberal. Han pasado ya más de seis décadas desde que Theodor Adorno y Max Horkheimer apuntaron en la Dialéctica de la Ilustración el creciente poder que, en su momento, estaba adquiriendo la industria de la cultura (específicamente haciendo referencia a la industria de la publicidad, la televisión y la radio) y las transformaciones que estaba experimentando a raíz de los procesos de estandarización y mercantilización.
Mientras que Bertolt Brecht y Walter Bejamin percibían en estos cambios nuevas posibilidades, la lectura de Adorno/Horkheimer fue más bien nostálgica y anunciaba una pérdida. Para ambos, en el marco de este proceso, los actores se convertían en ‘consumidores pasivos’ desposeídos de su capacidad de imaginar y de reflexionar, al tiempo que experimentaban una suerte de ‘ilusoria promesa’ que nunca terminaba por resolverse (Theodor Adorno, Max Horkheimer, 1998).
Hoy en día, los problemas esbozados por ambos autores a propósito de esta transformación aún juegan un rol importante en los debates contemporáneos, sin embargo, la relación ha cambiado drásticamente a la luz del orden neoliberal. El teórico Gerald Raunig ha precisamente reconsiderado esta relación tomando en cuenta las tesis expuestas por el filósofo italiano Paolo Virno. Para Raunig la ‘industria cultural’ cobró un sentido plural (‘industrias creativas’) y mediante esta pluralización adquirió un sentido positivo. Por otro lado, Raunig observa que el desarrollo de las teorías en torno a la producción de subjetividad han logrado poner en cuestión si los sujetos son gobernados por medio de procesos de subordinación, tal como proponen Adorno y Horkheimer, o si son gobernados a través de la producción de subjetividades y de formas específicas de relacionarse consigo mismos, con los otros y con el poder, tal como ha notado la filósofa Judith Butler partiendo de Michel Focault.
En este sentido, mientras que Adorno/Horkheimer comprendían a la cultura como un terreno que estaba cada vez más alineado con la lógica del Fordismo, para Raunig la cultura ha más bien jugado un papel fundamental en esta transformación. De acuerdo con el teórico, la cultura ha sido clave en “la relación para superar el Fordismo y el Taylorismo (…) y se ha convertido ahora, en la era Post-Fordista, en un rasgo típico del vasto campo de producción social (Gerald Raunig, 2007). La cultura y el arte, continua Raunig, se “(…) tornaron en una especie de laboratorio para la experimentación y producción de nuevas subjetividades y las instituciones, en este sentido, se modificaron también. A lo que ahora nos referimos como ‘industrias culturales’ difiere significativamente en forma y función del viejo modelo de industria cultural” (Gerald Raunig, 2007).
Las instituciones, antes asociadas a términos como seguridad y protección, en el sentido de Thomas Hobbes (ver Isabell Lowry, 2012), han pasado a ser “pseudo-instituciones” que promueven dinámicas como la precariedad, la flexibilización, el auto-empleo, la inseguridad y el mercantilización de sí mismo. Como parte de esta transformación, Raunig observa que la “flexibilidad se vuelve una norma despótica, la precariedad laboral se vuelve la regla y las antiguas divisiones entre trabajo y tiempo libre se esfuman al igual que aquellas que solían existir entre trabajo y desempleo, y la precariedad fluye desde el campo laboral hasta la vida de forma general (Raunig, 2007). Pero dichos procesos de transformación datan en realidad de mucho antes. Autores como Foucault, Lorey y Butler han hecho hincapié en el hecho de que las primeras transformaciones tuvieron lugar durante el siglo XVIII como resultado de la inscripción de la vida en la política (Lorey, 2012). Frederic Jameson ha también señalado que esta relación no es en absoluto contemporánea, sino que lleva muchas décadas gestándose y transformándose. Jameson menciona que “Es verdad que tenemos que ver, no con un nuevo modo de producción como tal, sino más bien con una mutación dialéctica del sistema capitalista presente hace mucho tiempo” (Frederic Jameson, 1998).
En cuanto a la relación que el arte y la cultura sostienen con el orden neoliberal, Terry Eagleton localiza este giro durante la transición de la post-guerra a partir de la década de los 70, cuando la economía mundial sufrió una importante recesión lo cual llamó a cambios drásticos para hacer frente a la depresión. Como explica el autor, a partir de ello la atención se centró en el servicio y en la comunicación, las empresas se volvieron culturales y la cultura se tornó en un gran negocio (Terry Eagleton, 2004). Para Frederic Jameson, el cambio decisivo tuvo lugar con la “celebrada afirmación de una visión post-McLuhiana de la cultura transmodificada por computadoras y por el ciberespacio” (Jameson, 2004). Lo que Jameson denomina ‘giro cultural’ está relacionado con la producción de sociedades altamente visuales donde se establecen nuevas dinámicas “(…) con el espacio y el tiempo, con la experiencia existencial lo mismo que con el consumo cultural” (Jameson, 1998). Como parte de este panorama cambiante que va de lo moderno a lo post-moderno, el terreno cultural se expandió y la producción cultural fue adscrita tanto a la lógica del mercado como a la vida cotidiana.
“En efecto, en estricto sentido filosófico, el fin de lo moderno también debe enunciar el fin de lo estético en sí mismo, o de las estéticas en general: ya que donde lo último impregna todo, la esfera de la cultura se expande hasta el punto donde todo se torna de un modo u otro aculturado, la tradicional distinción o ‘especificidad’ de lo estético (e incluso de la cultura como tal) es necesariamente desdibujada o perdida” (Jameson, 1998).
La “expansión” de la cultura, o “aculturación” como lo denomina Jameson, ha sido también analizada por George Yudice quien observó que esta expansión hacia otras esferas estaba sujeta a un proceso por demás complejo y no simplemente a un proceso de mercantilización de la misma. La cultura y el arte se tornaron especialmente influyentes para la producción maquinizada de nuevas gobermentalidades liberales que proceden mediante el llevar la vida hacia el terreno de la política, con lo que consecuentemente la cultura pasa a ser un bien rentable que debe ser administrado. Ya sea para promover crecimiento económico, para mejorar las condiciones sociales o para participar de las relaciones internacionales, las producciones culturales encarnan un recurso innegable para una diversidad de intereses.
Hoy en día pareciera que entender la cultura y el arte como instrumento se ha vuelto la norma y esto se vuelve evidente al analizar una serie de presupuestos que exhiben numerosas campañas. Ya sea para mejorar las condiciones sociales, promover la tolerancia multicultural y la participación cívica, como es el caso de la UNESCO, o para estimular el crecimiento económico a través de proyectos de desarrollo cultural urbano, como es el caso de las franquicias del Guggenheim, o para subsanar las relaciones sociales y las tensiones que crean la presencia de organismos como la ONU en países donde hay fuertes conflictos sociales, el arte y la cultura parecen operar de la mano con nuevas formas de colonialismo y ocupación, lo mismo que con fenómenos como la gentrificación. Tanto para Jameson como para Yudice, al igual que para Eagleton, la producción de cultura y artes difícilmente puede ser desasociada de los procesos económicos y de la producción de subjetividades neoliberales. Habiendo dicho esto, lo que quisiera aquí proponer es que pese a que es sumamente importante comprender de qué modo han tenido lugar estas operaciones, es igualmente significativo comprender los procesos de resistencia que han surgido como parte de esta transformación.
Isabell Lorey menciona que “(…) los modos de gobierno de sí no sirven sólo para que uno mismo se haga gobernable. Al mismo tiempo, el potencial emerge en ellos para ya no ser gobernado en las formas existentes e incluso para ser menos gobernado” (Lorey, 2012). Siguiendo los argumentos de Jameson, podemos plantear que lo que está en juego aquí no es una comprensión universal de la cultura y las artes sino una gama de valores que implican ciertas subjetividades (Eagleton, 2001).
En The Strategy of Refusal Mario Tronti advierte sobre esta sobre-concentración en el poder del capital y sobre los peligros de hipostasiar las luchas laborales y el poder en relación al poder capital (Tronti, 1965). Podríamos tomar esta observación y aplicarla precisamente al arte y la cultura. Isabell Lorey y Brian Holmes han destacado que incluso si la creatividad forma parte intrínseca de estos procesos económicos, también abre el espacio para la emergencia de formas de resistencia. Lorey acierta al observar que “(…) durante la última década, intercambios en torno a conocimientos parcialmente subversivos alrededor de lo precario en una búsqueda comunicativa por establecer un terreno común con vistas a facilitar políticas constitutivas, han frecuentemente tenido lugar menos en el seno de discusiones políticas e incluso en contextos universitarios que en instituciones del arte y centros sociales (como en Italia y España)” (Lorey, 2012).
Estas perspectivas se tornan bastante significativas ya que permiten entrever el hecho de que las prácticas culturales, al igual que las artísticas, pueden servir tanto para producir y reproducir subjetividades gubernamentales, como para producir espacios para la resistencia y la desujeción. Esta doble posibilidad la aborda Michel Foucault en su conferencia sobre la crítica y conlleva el ejercicio de poner en juego las unidades discursivas devolviéndolas a su singularidad para que sus objetos puedan irrumpir como algo más. Este juego infinito de reapropiaciones constituye un intento por intervenir en los procesos de producción, organización y distribución de los discursos y los objetos en tanto espacios de visibilidad, tal y como apunta Lorey.
Considero en este sentido, que aquellos teóricos que durante la últimos años han trabajado con la ‘imaginación radical’ están efectivamente logrando llevar a cabo este proceso y por tanto, contribuyendo a crear nuevos movimientos de producción de relaciones y subjetividades y haciendo posible una forma activa de crítica que implica al acto de desobedecer, de no estar alineado. Debemos apuntalar el hecho de que esta forma de ser con otros y con uno mismo ha estado presente de muchos modos, como observan Raunig y Virno, y también ha sido inherentemente apropiada por y transformada para fines gubernamentales, como parte del ciclo en el que la crítica misma, de acuerdo con Foucault, está inscrita.
Franco Bifo Berardi menciona que la crisis general que está teniendo lugar no es tanto una crisis de carácter económico sino una crisis de la imaginación. El filósofo argumenta que el reciclaje de procesos y teorías propias de la generación del 68 ha anulado las posibilidades para la emergencia de nuevas estrategias tácticas a favor de la resistencia y en cambio, lo que se necesita es la producción de un nuevo lenguaje destinado a abordar nuestras preocupaciones, pero también nuestras soluciones alternativas. En este sentido, Bifo ve en la poesía un arma en potencia para luchar contra el régimen capitalista (Bifo, 2014). Muchos otros han también acentuado que la ‘aparente crisis’ anunciada por el capitalismo son más bien escenarios manufacturados por los poderes corporativos para perseguir la transformación de los procesos en beneficio de unos cuantos y en este sentido, los reacomodos que derivaron de los años 70 se pueden tornar bastante interesantes.
Tanto Max Haiven como Alex Khasnabish han apostado por estas transformaciones discursivas centrando su atención en la imaginación radical. Para Haiven, la imaginación no es algo que inherentemente poseemos o tenemos, como una especie de característica humana. La imaginación tiene que ver con un proceso en común, con un “panorama compartido” (Haiven, 2014). El autor menciona que “La imaginación no existe puramente en la mente individual; también existe entre las personas, como resultado de sus intentos por resolver cómo vivir y trabajar juntos” (Haiven, 2014). Esta distinción socio-ontológica, también utilizada por Lorey en la diferenciación entre precariedad y precarización, es fundamental ya que subraya no sólo la necesidad por establecer un terreno común o ‘un espacio para ser con los otros’ sino porque es una afirmación en sí mismo contra uno de los ejes del neoliberalismo, esto es, el proceso de individualización, y esta diferenciación es la condición “para poder inventar con otros nuevas formas de organizarse y nuevos ordenes que rompan con las formas existentes de gobierno en una negación de obediencia” (Lorey, 2012).
Estas reflexiones son la base para poder establecer nuevas formas de relacionarse y para irrumpir, consecuentemente, con las establecidas. No considero que el arte y la cultura conformen en sí mismos espacios de resistencia, sino que forman parte de un proceso de mayor dimensión, más complejo, donde estas búsquedas y los modos para llevarlas a cabo se ponen sobre la mesa. Si tal como apunta Haiven, la imaginación radical está vinculada a un modo de ser más que a un proceso acabado, es ahí donde las prácticas artísticas e incluso los museos, como hemos visto en las últimas semanas en el caso del MUAC en relación al debate sobre el caso de Barragán, se pueden tornar en fértiles espacios de discusión y reflexión. Este proceso es parte precisamente del infinito ciclo de re-apropiación al que alude Foucault en su conferencia de la crítica e implica desarrollar estrategias de camuflaje, agenciamientos que promuevan otros posibles presentes y formas de ser.
Imagen: Adam Turl, America Calls Chinese Youth, 2015
Referencias
-Adorno, T.W, Horkheimer, Max, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos Filosóficos, Editorial Trotta, Madrid, 1998.
-Raunig, Gerald. 2007, ‘Creative Industries as Mass Deception’, EIPCP Journal. Disponible en: http://eipcp.net/transversal/0207/raunig/en. (14 de abril de 2014).
-Lowry, I, State of Insecurity. Government of the Precarious, Verso Books, Londres, 2015.
-Jameson, F, 1998, El Giro Cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998, Manantial, Buenos Aires.
-Eagleton, T, La Idea de cultura. Una mirada política sobre conflictos culturales, Paidós, México, 2010.
-Berardi, F.B, La Sublevación, Traficantes de Sueños, Madrid, 2014.
-Haiven, M, Crises of Imagination, Crises of Power, Zed Books, London, 2014.