La cultura visual del cómic
Alberto Waxsemodion - 30/11/2016
Por Aline Hernández - 04/04/2017
“Si no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos.
Insignificantes y ajenos al dolor. Perfectos, carajo.
Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo.
Finalmente pensaba en el lujo.
El lujo de tener memoria,
el lujo de saber un idioma o varios idiomas,
el lujo de pensar y no salir huyendo.”
Roberto Bolaño
Un periodista prepara una nota sobre un evento traumático que acaba de tener lugar. Se acerca a alguien que vivió lo ocurrido para hacerle unas preguntas y tomar notas sobre su experiencia. El sujeto, con el cuello tenso, la mirada desorientada y el cuerpo invadido por sensaciones aún ajenas, busca responder, murmura algo, un vocablo incomprensible superado por el silencio que se impone. No hay palabras para narrar la sucedido. El periodista permanece ahí, eludiendo el silencio, a la espera de recibir información ‘útil’ para traducir en una nota lo ocurrido, para “darlo a conocer”. Pero no recibe nada, o aparentemente no lo hace. ¿Acaso el evento le está siendo negado? o ¿el sujeto está hablando pese a no hacerlo? en cuyo caso ¿estaría hablando el silencio en lugar del sujeto o a través de él? Tal vez el periodista intente repetir su pregunta, formularla de otro modo, tal vez, incluso, busque presionar para rescatar algo de lo sucedido pero no, sigue sin recibir información más allá de ese vocablo y sigue también eludiendo el silencio.
El desastre o evento estaría hablando por el sujeto en forma de silencio, de olvido. La escritura empieza cuando el evento se ha perdido, en medida que el evento precede a la experiencia. La experiencia, en este sentido, es aquello de lo que podemos hablar, requiere de conocimiento. En el evento el sujeto pierde su ‘Yo’, es expuesto a lo que Maurice Blanchot denomina ‘unidad’ y para que el sujeto pueda hacer de la experiencia objeto de conocimiento, debe volver a ser sujeto. Este espacio entre el desastre y el lenguaje, entre el evento y la experiencia, entre el discurso y el silencio es lo que Blanchot denomina ‘la escritura del desastre’. La propuesta del filósofo aborda el problema en torno a la escritura del trauma y propone que cuando la escritura tiene lugar es porque el evento se ha perdido.
En un relato que Primo Levi narra en La Tregua este silencio se hace también presente. Levi se dirige con un pequeño niño que llaman Hurbineck a la enfermería del campo de concentración. El niño no sabe hablar, el sobrenombre se lo ha dado una señora a partir de algunos sonidos que emitía. Levi describe que pese a la incapacidad de expresarse verbalmente, su mirada alojaba y comunicaba toda la aflicción e intensidad en torno a lo que estaba ocurriendo: “(…) una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y dolor.” (1) Una tarde Henek, un niño de origen Húngaro anunció que Hurbineck “había dicho una palabra” y no era sólo una, Hurbineck vociferaba por las noches “palabras articuladas ligeramente diferentes entre sí, variaciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, tal vez a un nombre.” (2) Nadie logró nunca comprender lo que quiso decir, la palabra quedó en secreto; Hurbineck murió los primeros días de marzo de 1945.
Para Giorgio Agamben esa palabra es el testimonio de lo que no se puede hablar sobre Auschwitz, de la imposibilidad de contarlo. En su libro Lo que queda de Aushwitz el filosofo menciona que ciertos aspectos de lo ocurrido que atañen a lo técnico, lo material, lo burocrático o lo legal han sido clarificados, sin embargo, la significación ética y política sigue pendiente. “No sólo carecemos de algo cercano a un entendimiento completo; sino que incluso el sentido y las razones del comportamiento de los ejecutores y las víctimas, en efecto muy a menudo sus propias palabras, todavía parecen profundamente enigmáticas” (3)
El relato de Levi que intenta rescatar (escribir) la memoria (del silencio) de Hurbineck desde su propio olvido (silencio) daría cuenta de aquella frase dicha por Blanchot: “nada alcanza al desastre”. Lo vivido permanece siempre en el olvido, que sería el espacio del desastre, de lo inalcanzable, y es en ese momento que inicia la escritura, pero siempre inscrita en ese abismo o distancia entre el evento y el testimonio de la experiencia. Es por esto que Blanchot menciona que el evento siempre nos expone a una cierta idea de pasividad, “Somos pasivos con respecto al desastre, pero el desastre es tal vez pasividad, y por tanto pasado, siempre pasado, incluso en el pasado, fuera de esa fecha.” (4)
El último documental que presentó Tatiana Huezo, Tempestad, parece presentar dos historias: una que se cuenta a través de los testimonios y otra que es posible entrever en los silencios. En este sentido, no es fortuito el hecho de que Huezo haya puesto tanto énfasis en el diseño sonoro y en la construcción de las imágenes. El cine así no habría llegado tarde a la historia, llegó cuando tuvo que llegar y nos pone precisamente cara a cara frente a la ignorancia, a la desastrosa imposibilidad por conocer lo desconocido que habla por sí al no hacerlo.
Desde esta perspectiva cada uno de los silencios, de los olvidos, de “las oscuridades atenuadas” y de las des-experiencias irrumpen en el límite de la escritura. Si como plantea Blanchot, el “desastre de-scribe” al ser extratextual lo que haría falta es reemplazar el silencio ordinario por aquel que anuncia lo indecible. Esto conllevaría no sólo un cuestionamiento de la transparencia del lenguaje sino también una forma de comprender cada testimonio no como representación del Evento que narran, sino como una manifestación de la experiencia entre muchas más, atravesada por constantes silencios y ausencias donde ninguna hace realmente justicia a lo ocurrido y sin embargo, ello no descarta la necesidad de “atenuar -por medio del énfasis”.
Imagen: Yishai Jusidman, Birkenau, 2014, acrílico sobre lienzo
Referencias
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