Distante de todo el circuito mediático, de las publicaciones especializadas que uno ve a diario y que poseen gran o nula importancia –éstas últimas que cada vez son mayoría-, en la lejanía del reflector; cercano y reconocido por quienes aceptan la discreción como parte del oficio y trabajan –simplemente trabajan- para hacer su trabajo a través de la arquitectura, Juan José Santibáñez representa el caso atípico de los arquitectos que hacen las cosas bien porque deben de hacerlas de ese modo y no necesariamente porque quieran que el aplauso secunde cada uno de sus actos. El aplauso –si es que se merece nunca debe de exigirse-: algo hay en la espontaneidad del reconocimiento que no se encuentra en la mecánica panfletaria de quien lanza cohetones al cielo para hacer notar su paso por el pueblo más humilde de la comarca. Tenemos mucho que aprenderle desde ahí y siempre bueno será comenzar hablando en plural. Juan José Santibáñez es esa rara avis que no se encuentra en territorio superfluo.
Recientemente con un segundo viaje a Oaxaca que he logrado, tuve la oportunidad de visitar dos de sus obras: la Biblioteca Infantil que realizó para la fundación Harp Helú y el Museo del Textil. Ambas de una manufactura sobresaliente por diversos aspectos entre los que se puede mencionar lo más obvio: el respeto y entendimiento de los contextos particulares de cada proyecto y la arquitectura precedente, la lógica funcional de los materiales, el diseño homologado a nivel de detalle constructivo, la traducción de las necesidades de los usuarios y la creatividad para enriquecer con códigos contemporáneos la tradición constructiva de una ciudad como Oaxaca y sus maestros artesanos. Hay muchas más cualidades, me quedo corto.
Los usuarios de la biblioteca usan las instalaciones al máximo: se pasean entre sus jardines, permanecen en sus patios, corren (parecen deslizarse) con la lectura topográfica que acompaña la circulación de salones y archivos, se cobijan bajo los árboles, se tienden sobre la tierra apisonada para leer y jugar en grupo, a ras de suelo. Hacen todo como si un pedazo de la ciudad se les hubiera regalado para ser felices y encontrar entre lecturas distintas vidas que vivir. El proyecto parece no envejecer por esas razones, se ha mantenido vivo envidiablemente.
En el Museo la cosa no es muy distinta, una solemnidad enmarca su condición de centralidad histórica y patrimonial, de edificio catalogado y de joya intocable. Aquí hay más tacto que voracidad en el oficio: maravilla ver cómo y por qué sí pueden convivir muchos tiempos en el mismo espacio narrando una misma historia que bien podríamos hacer nuestra. El vigilante lo sabe, invita a conocer los rincones del edificio, presume orgulloso el nombre del arquitecto que lo intervino y afirma cada que puede: “ese arquitecto Santibáñez es un buenazo”.
Le pregunto si lo conoce y me dice que no, que sólo conoce su trabajo –nada más honroso que eso-, que también es autor de la Universidad La Salle de Oaxaca y que hace maravillas con puros tabiques… Insiste: “créame, es muy bueno”. Me cuestiona señalando un detalle constructivo: ¿A poco no?
Entre el recuerdo de aquella risa de niños incansables que no dejaban de recitar palabra tras palabra a media voz sosteniendo un libro y la imagen del oficial con su certera afirmación, pienso en dos afirmaciones vinculadas pero distantes. La primera atribuida a Louis Kahn aseverando que un ladrillo siempre quiere ser algo más. “Un ladrillo quiere ser mucho más: tiene ambiciones. Incluso un simple y ordinario ladrillo quiere ser más de lo que es. Quiere ser algo mejor”; la segunda, una frase contundente de Anatxu Zabalbeascoa: la excelencia arquitectónica es una afición que sólo renta en los libros de historia.
La tercera la añado yo: qué lejano horizonte editorial ese de la arquitectura fundamental. Qué miopía nos genera el reflector. Insisto: hablo en plural.
Fotografías: Biblioteca Infantil, LGM Studio