“A una sociedad en la que el arte ya no tiene lugar
y que está trastornada en sus reacciones frente al arte,
éste se le divide en un patrimonio cultural cosificado y en
una ganancia de placer que el cliente obtiene y que
por lo general tiene poco que ver con el objeto.”
Theodor Adorno
Resulta casi paranoico pensar en la reciente proliferación de exposiciones y obras que plantean estar lidiando críticamente con temáticas políticas y sociales —e incluso aquellos que se autollaman activistas— para lo cual suelen integrar nociones de la tradición crítica a efecto, en la mayoría de los casos, de satisfacer un filisteísmo que parece estar cada vez más “en boga”. Exposiciones como Por amor a la disidencia, La promesa, Ejercicios de resistencia o A partir de mañana, todo son algunos de los ejemplos más inmediatos que puedo citar cuya lógica exhibe un uso de un lenguaje “ideológico” autocomplaciente que está en favor aquello que no está ahí y que, sin embargo, le permite obtener extraordinarios beneficios económicos.
Los ejemplos podrían seguir, pero están más bien destinados a tratar de exponer de qué modo este uso abyecto del lenguaje ha logrado un envilecimiento de las formas y usos del discurso, y a dar cuenta de lo necesaria que es la tarea de dislocar estas inercias que no hacen más que hipostasiar, con tenores en verdad escuetos. En un contexto en el que el sistema del arte, el Estado y la burguesía dominante se encuentran cada vez más próximos, este análisis lingüístico se torna un asunto urgente para develar la estrecha relación que mantiene esta producción discursiva con los procesos de valorización y, a la vez, desmantelar la razón especulativa que los rige.
El sistema del arte se encuentra innegablemente inscrito a la lógica del capitalismo tardío y es mediado por principios acordes a la clase social dominante. Ambos han logrado concretar una estrecha y determinante relación que lo ha dispuesto como medio de consumo, logrando tornarlo en un enorme y preocupante negocio que exhibe remanentes de lo que un día fue. Estos remanentes no deberían conferir una actitud nostálgica ante las posibilidades que un día tuvo el arte, ni mucho menos negar o rechazar su lógica operativa actual, sino que podrían llevarnos a la reflexión del terreno histórico que ha permitido su inscripción a esta lógica, buscando en ella nuevas posibilidades para la abolición de la estructura emplazada y sinvergüenza del arte y para su re-inscripción.
Las prácticas artísticas han guardado, ya de antaño, una estrecha relación con las prácticas discursivas y, a través del uso de la metáfora, es eminente que se encuentran cada vez más intelectualizadas sin que esto tenga que suponer un factor negativo. No obstante, la implementación del modelo económico neoliberalista determinó, de forma crucial, la presencia conjunta de arte y discurso, en una relación sujeta a la plusvalía, que determina a su vez el camino que habría de seguir esta intelectualización —o quizá supuesta intelectualización—. El reino de la producción discursiva ha pasado así a ser un elemento central en el circuito artístico sin que por ello implique necesariamente una producción de discurso determinado por un compromiso de orden ético, a través de una lógica que parta de criterios reflexivos y críticos y que busque generar conocimiento o cuestionar aquello que solemos dar por hecho. Contrariamente, pareciera que cuanto más “socialmente comprometidas, responsables o politizadas” se vuelven ciertas prácticas, más recurren al discurso, uno que apunta a una producción inmaterial y efímera que bajo aspiraciones presuntuosas, alimenta la montaña de conocimiento sinsentido. Esta circunstancia no es una preocupación nueva, la encontramos en teóricos como Homi K. Bhabha quien, a partir de sus estudios en torno al pos-colonialismo, se cuestiona en su ensayo sobre El compromiso con la teoría si “¿es el lenguaje de la teoría tan sólo otra estratagema de poder de la élite del Occidente culturalmente privilegiada para producir un discurso del otro que refuerza su propia ecuación de poder-saber?”[1].
Debemos pues tratar de entrever lo nebuloso que ha resultado ser esta característica discursiva que adquiere cada vez más presencia y se suma a la ecuación de la que habla Bhaba. Una de sus principales características es que tiende a «suspender (la) metaforicidad aparente» de aquello en relación a lo cual se construye el discurso; y es precisamente en esta búsqueda por la literalidad, que acaece aquello que podríamos pensar como la ideología del lenguaje. Este fenómeno de reinversión de lo metafórico en el campo artístico se torna cada vez más recurrente y se enmarca bajo una supuesta transparencia del lenguaje a partir de la cual, debe el espectador asumir que aquello que le dicen está efectivamente sucediendo. Por su parte, dicha reinversión es posible gracias a que en el lenguaje “el contenido no es verdaderamente determinado sino con ayuda de lo que existe fuera”[2], y si el discurso se ocupa de determinar lo que vemos y cómo lo vemos, el ciclo se cierra así a la perfección. De modo tal que esta relación referencial y autopoiética opera como condición posibilidad de esta aparente veracidad a la que apela el llamado arte socialmente comprometido, crítico o politizado, categorías que bajo diferentes modalidades apelan a lograr algún tipo de incidencia en la sociedad, o a la construcción de una experiencia que conlleve la formación de una subjetividad crítica en el individuo. No obstante, en la mayoría de las ocasiones la reinversión deviene en modos de diseminación arbitrarios de signos o construcciones de sentido mediante elementos contradictorios. Pero no hablamos de una reinversión discursiva cualquiera, sino de una que en su mayoría resulta obsoleta y es utilizada ya sea para llenar vacíos sustanciales, o para justificar la era de la ocurrencia sobre la cual pareciera que estamos desplazándonos, como respuesta a necesidades principalmente utilitarias y sin consistencia alguna, tornando el uso del lenguaje en un vagabundeo semántico en el sentido derridiano.
Por otro lado, esta circunstancia exige que se reflexione en torno al vagabundeo discursivo el cual logra —en el mejor de los casos— montar un escenario fantasociológico (en el sentido de Bhabha) donde cada uno de los personajes que participan juegan un rol muy puntual en el marco del sistema de la llamada clase creativa, propia del capitalismo cognitivo. Hemos sido, en la última década, testigos de la apropiación por parte de las prácticas artísticas y curatoriales de una supuesta tradición crítica; apropiación que, en palabras de Terry Eagleton, compensa su impotencia política con la grandiosidad de este sueño. ¿Cuál es este sueño? El ideal bajo el cual se han amparado estas prácticas, que partiendo de una tradición que sigue la línea de una izquierda estética, no han logrado más que normalizar e institucionalizar la crítica que buscan ejercer, integrándola así sin mayor problemática al modo de producción del capitalismo tardío. Esta adecuación ejercida por la ideología dominante no es ninguna novedad, lleva operando bajo esta lógica desde la emergencia de la primera burguesía. Debo de confesar que para mí este modo -que ronda lo absurdo, bajo el cual se asumen estas prácticas críticas con impensable desfachatez- no deja de asombrarme y quizá no dejará de hacerlo. La enorme diversidad de muestras no deja de revelarse como un fenómeno innegablemente contradictorio que a pocos parece preocupar.
Lo que ocurre y es impensable negar, es que este modo filisteo de ser-para-sí que dirige la burguesía hegemónica, no va a cesar sin importar cuánto trate la escasa crítica de hacer al respecto. Si bien soy de la opinión que las críticas en la mayoría resultan ser útiles, la solución que ofrecen poco puede hacer al respecto. La nouvelle bourgeoisie parasitaire seguirá manejándose por sus estándares mercantiles y de especulación sin importar las oposiciones que sean planteadas al respecto. Su estrecha co-relación con la economía y la política da cuenta de ello. El proteccionismo les provee de las herramientas necesarias para seguir operando bajo una lógica que ha sabido hacer un uso incalculable de todo lo opuesto: lo disidente. El arte se ha vuelto tan sólo otra mercancía, la industria ha sabido explotar paródicamente la supuesta politización como el proyecto de Estado ha sabido darles participación. En palabras de Adorno, “se ha convertido en un negocio dirigido por el beneficio que sigue adelante mientras sea rentable y su perfección haga olvidar que ha muerto”[3]. La presencia del discurso alimenta este negocio y lo sustenta de modo que su falsedad queda contrarrestada por estos fetiches verbales que han logrado reinvertir paródicamente, reconciliando lo que debía de ser irreconciliable, todo esto bajo la fórmula del entretenimiento y de la estetización.
Valdría entonces la pena recordar aquella condición de la negatividad de la obra de la que habló Adorno, buscar modos de diferir, de posponer la institucionalización, de burlar en palabras de Barthes “la subversión directa de los códigos”. El hecho de que muchas prácticas artísticas estén vinculándose con problemáticas sociales no resulta ser el problema, sino el modo en que se asumen y a las formas de gobernabilidad a las que se circunscriben, fragmentando sus posibilidades. Si una de las condiciones del arte actual es reflexionar, esta reflexión tendría que apuntar a ser lo suficientemente crítica como para no sumarse a la empresa del capitalismo sino, tal y como dijo Adorno, mostrarse a su altura. El arte crítico o políticamente comprometido tendría que dejar de buscar la complacencia y volver a emprender el camino de la displicencia. Considero que hay prácticas que lo han logrado, que han llegado a dislocar los usufructos de la dominación y la complicidad bajo la cual opera, pero en su gran mayoría estas prácticas han recurrido a la invisibilidad, al exilio desde el cual efectivamente dejan de ser parte del pastiche discursivo. Prácticas y ejercicios como El Comité Invisible de Jaltenco o Bloody Map Project los cuales persiguen un objetivo genuinamente crítico desde la clandestinidad, ambos situados tal como enuncia el Comité, desde su trinchera. En estas prácticas “el autor (suele) entrar en su propia muerte” subvierte la lógica de la interiorización e institucionalización para apuntalarse como un proyecto sin origen ni destino, lo que logra diferenciar a ambas prácticas es principalmente una cuestión de principios. La invisibilidad permite el parricidio, no ser hijo de nadie, no tener a quién rendirle cuentas más que a uno mismo. Estamos rodeados de prácticas propias de un cenotafio, no hay nada abajo pero queremos creer que lo hay, rindiendo veneración a una ausencia que consuela los tiempos de servidumbre que nos acogen. Quisiera por último citar una frase que apareció en la edición “Organe conscient du Parti Imaginaire” de la revista Tiqqun donde mencionan que “siendo que es la servidumbre aquella que domina, la dominación debe de ser criticada. El hecho de que existan esclavos “contentos” no justifica la esclavitud”[4], tal vez la cita es menos metafórica de lo que parece.
[1] Homi K. Bhabha, “El compromiso con la teoría”, disponible en línea en: http://red.pucp.edu.pe/ridei/wp-content/uploads/biblioteca/4.pdf
[2] Jacques Derrida, “Márgenes de la filosofía”, Ed. Cátedra, Madrid, 2008, p. 258.
[3] Theodor Adorno, “Teoría estética”, Ed. Akal, España, 2004, p. 32
[4] Tiqqun 1, “Organe conscient du Parti Imaginaire”, disponible en línea en: http://bloom0101.org/tiqqun.html