El color de Christian Vivanco
portavoz - 21/05/2012
Por Marlen Mendoza - 19/05/2015
“Hablo de la Ciudad”
Octavio paz
[…hospitales siempre repletos
y en los que siempre morimos solos…]
-Octavio Paz, “Hablo de la Ciudad”
En un ánimo de querer dar un giro distinto a mis habituales colaboraciones, esta ocasión abriré con bombo y platillo un aspecto que en mi vida me ha dado horas de plácida paz, infinita incertidumbre y sobre todo gasolina para desatar la imaginación: la literatura. Bienaventurados aquellos que se han dejado seducir por las letras y que podrán comprender esa sensación cautivante ante una buena lírica. En esta ocasión, y no habría otra forma mejor, daré por inaugurada (esperando tenga tanto éxito como la de cine) una serie sobre dos gigantes: la estrecha y sensual relación entre la literatura y la arquitectura. Es en especial interesante esta comunión dado que, a diferencia del cine donde vemos y experimentamos la visión de un director, entraremos a terrenos abstractos y figurativos, en los que seguramente habrán discrepancias o terminaré por fastidiarles su imagen personal ante una lectura, pero servirá de antesala para posibles mapas psico-geográficos y demás clavadeces que me encantará recibir de los lectores; irónico y surreal, un texto sobre mi abstracción arquitectónica de otro texto… a ver qué tal nos sale.
Entrando en materia, quise rendir homenaje a un autor que definió mis gustos, no sólo soy admiradora de su manera de escribir, sino también de su visión sórdida, compleja y sombría ante casi cualquier tema, qué mejor que calentar motores que con el genial Octavio Paz. En esta ocasión podremos degustar un texto dedicado a la ciudad y a los conceptos e impresiones ante ella, así como una serie de guiños satíricos, extra terrenales y políticos que suele impregnar en sus letras. Bienvenidos sean y vamos a perdernos un rato.
“Hablo de la ciudad” poema en prosa, es un retrato honesto, oscilante entre lo figurativo y lo abstracto, con tintes poéticos y alegóricos, que comienza por puntualizar lo efímero y fugaz de las tendencias arquitectónicas, contrapuesto a la longevidad de las ciudades con la cualidad de reinventarse, hundirse, expandirse y evolucionar, la define de un modo agudo y preciso: “inacabable como una galaxia”. Habla de sus equipamientos y la movilidad como rasgos distintivos, que se erige en distintos planos, desde el terrenal hasta el onírico; cómo medimos su evolución entre siglos y queda irreconocible salvo los hitos, las estatuas, las calles… obstinados recordatorios ante los fantasmas del pasado.
Habla de los orígenes inmaculados de la ciudad, los vestigios y esa necesidad de retornar a ellos; hace una pausa entre los distintos ambientes y capas dentro de ella misma, esa capacidad inagotable de expansión y variedad, maleable y ajustable, regulada por quienes la habitan, funge como camaleón adaptándose a quienes la contienen: los usuarios, la topografía, el clima, su geografía.
La ciudad edificada siempre por quienes no vivirán los suficiente para verla terminada, legada entre torres, puentes, su gente, el consumismo, el transporte, su infraestructura; desde sus sórdidos rastros hasta sus coloridos y vastos mercados, el contraste entre sus dinámicos edificios de oficinas (cada vez más presentes en el panorama) y los de cantera y mármol, pasando por los materiales “nuevos” como el concreto, vidrio y acero opuestos a las vecindades de arquitecturas decadentes y descompuestas.
Habla también, de las postales de escenarios que inspiran relatos, su fauna noctámbula, pasando por las hipnotizantes y lúgubres iglesias, recintos hechos para contener la fe, basamento de nuestra cultura (no guste o no), los basureros o ciudades de desperdicio, contenedores y esqueletos del consumo diario. Nos detiene a lo largo del festín de imágenes para hacer mención de los colores de octubre, sabe del papel protagónico de la luz en los espacios en cómo los define y los esculpe, sabe que sin ella la ciudad no sería posible, que al caer del sol necesitamos desesperadamente encenderla, reavivarla, imprimiéndole un dinamismo y una embriagante artificialidad. Llegando, culminando en lo íntimo de una habitación, recordándonos que cada lugar por minúsculo que sea alberga en sí mismo calles, bordes, hitos, iglesias, edificios, puentes, chorros de luz, antenas, vapor, basureros, asfalto, reflejos; el tiempo se disipa, es relativo, nos rodeamos de música y nos escindimos los unos a los otros, para al final en conjunto y sólo así concebir ciudad.
Sin necesidad de caer en presunciones, el texto nos lleva a crear un collage de imágenes, vástagos de nuestros recuerdos añejados a través de los años. Siempre me ha fascinado esa obsesiva necesidad de Octavio Paz por explicarse, desmenuzar y aceptar la soledad, esa condición que se nos confiere al nacer y que nos acompaña hasta que la materia corpórea se agota y nuestra existencia se extingue. Me lleva a la inevitable analogía con la ciudad, ese ente imponente e inmortal, testigo silencioso ante el transcurrir de los siglos, mientras todo pasa: generaciones enteras, tecnología, oleadas de modernidad, concepto continuo y mutable; la ciudad condenada a repetir el día a día y obligada a agotarse y resurgir al alba. Soberbios creemos edificarla y moldearla, cuando en realidad es un organismo autónomo que se alimenta de nosotros para posteriormente develarse honesta y precisa, reflejo fiel de sus habitantes.
Hablemos ciudad que ella nos habla.
Hablo de la ciudad
de Octavio Paz
A Eliot Weinberger
novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día,
convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas,
la ciudad enorme que cabe en un cuarto de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia,
la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos,
la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos,
la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa adormir,
la ciudad que brota de los párpados de la mujer que duerme a mi lado y se convierte,
con sus monumentos y sus estatuas, sus historias y sus leyendas,
en un manantial hecho de muchos ojos y cada ojo refleja el mismo paisaje detenido,
antes de las escuelas y las prisiones, los alfabetos y los números, el altar y la ley:
el río que es cuatro ríos, el huerto, el árbol, la Varona y el Varón vestido de viento
volver, volver, ser otra vez arcilla, bañarse en esa luz, dormir bajo esas luminarias,
flotar sobre las aguas del tiempo como la hoja llameante del arce que arrastra la corriente,
volver, ¿estamos dormidos o despiertos?, estamos, nada más estamos, amanece, es temprano,
estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta,
hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros,
y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva,
hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos fantasmas, regida por su despótica memoria,
la ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes,
hablo de las torres, los puentes, los subterráneos, los hangares, maravillas y desastres,
El estado abstracto y sus policías concretos, sus pedagogos, sus carceleros, sus predicadores,
las tiendas en donde hay de todo y gastamos todo y todo se vuelve humo,
los mercados y sus pirámides de frutos, rotación de las cuatro estaciones, las reses en canal colgando de los garfios, las colinas de especias y las torres de frascos y conservas,
todos los sabores y los colores, todos los olores y todas las materias, la marea de las voces agua, metal, madera, barro, el trajín, el regateo y el trapicheo desde el comienzo de los días,
hablo de los edificios de cantería y de mármol, de cemento, vidrio, hierro, del gentío en los vestíbulos y portales, de los elevadores que suben y bajan como el mercurio en los termómetros,
de los bancos y sus consejos de administración, de las fábricas y sus gerentes, de los obreros y sus máquinas incestuosas,
hablo del desfile inmemorial de la prostitución por calles largas como el deseo y como el aburrimiento,
del ir y venir de los autos, espejo de nuestros afanes, quehaceres y pasiones (¿por qué, para qué, hacia dónde?),
de los hospitales siempre repletos y en los que siempre morimos solos,
hablo de la penumbra de ciertas iglesias y de las llamas titubeantes de los cirios en los altares,
tímidas lenguas con las que los desamparados hablan con los santos y con las vírgenes en un lenguaje ardiente y entrecortado,
hablo de la cena bajo la luz tuerta en la mesa coja y los platos desportillados,
de las tribus inocentes que acampan en los baldíos con sus mujeres y sus hijos, sus animales y sus espectros,
de las ratas en el albañal y de los gorriones valientes que anidan en los alambres, en las cornisas y en los árboles martirizados,
de los gatos contemplativos y de sus novelas libertinas a la luz de la luna, diosa cruel de las azoteas,
de los perros errabundos, que son nuestros franciscanos y nuestros bhikkus, los perros que desentierran los huesos del sol,
hablo del anacoreta y de la fraternidad de los libertarios, de la conjura de los justicieros y de la banda de los ladrones,
de la conspiración de los iguales y de la sociedad de amigos del Crimen, del club de los suicidas y de Jack el Destripador,
del Amigo de los Hombres, afilador de la guillotina, y de César, Delicia del Género Humano,
hablo del barrio paralítico, el muro llagado, la fuente seca, la estatua pintarrajeada,
hablo de los basureros del tamaño de una montaña y del sol taciturno que se filtra en el pómulo,
de los vidrios rotos y del desierto de chatarra, del crimen de anoche y del banquete del inmortal Trimalción,
de la luna entre las antenas de la televisión y de una mariposa sobre un bote de inmundicias,
hablo de madrugadas como vuelo de garzas en la laguna y del sol de alas transparentes que se posa en los follajes de piedra de las iglesias y del gorjeo de la luz en los tallos de vidrio de los palacios,
hablo de algunos atardeceres al comienzo del otoño, cascadas de oro incorpóreo, transfiguración de este mundo, todo pierde cuerpo, todo se queda suspenso,
la luz piensa y cada uno de nosotros se siente pensado por esa luz reflexiva, durante un largo instante el tiempo se disipa, somos aire otra vez,
hablo del verano y de la noche pausada que crece en el horizonte como un monte de humo que poco a poco se desmorona y cae sobre nosotros como una ola,
reconciliación de los elementos, la noche sea tendido y su cuerpo es un río poderoso de pronto dormido, nos mecemos en el oleaje de su respiración, la hora es palpable, la podemos tocar como un fruto,
han encendido las luces, arden las avenidas con el fulgor del deseo, en los parques la luz eléctrica atraviesa los follajes y cae sobre nosotros una llovizna verde y fosforescente que nos ilumina sin mojarnos, los árboles murmuran, nos dicen algo,
hay calles en penumbra que son una insinuación sonriente, no sabemos adónde van, tal vez al embarcadero de las islas perdidas,
hablo de las estrellas sobre las altas terrazas y de las frases indescifrables que escriben en la piedra del cielo,
hablo del chubasco rápido que azota los vidrios y humilla las arboledad, duró veinticinco minutos y ahora allá arriba hay agujeros azules y chorros de luz, el vapor sube del asfalto, los coches relucen, hay charcos donde navegan barcos de reflejos,
hablo de nubes nómadas y de una música delgada que ilumina una habitación en un quinto piso y de un rumor de risas en mitad de la noche como agua remota que fluye entre raíces y yerbas,
hablo del encuentro esperado con esa forma inesperada en la que encarna lo desconocido y se manifiesta a cada uno:
ojos que son la noche que se entreabre y el día que despierta, el mar que se tiende y la llama que habla, pechos valientes: marea lunar,
labios que dicen sésamo y el tiempo se abra y el pequeño cuarto se vuelve jardín de metamorfosis y el aire y el fuego se enlazan, la tierra y el agua se confunden,
o es el advenimiento del instante en que allá, en aquel otro lado que es aquí mismo, la llave se cierra y el tiempo cesa de manar;
instante del hasta aquí, fin del hipo, del quejido y del ansia, el alma pierde cuerpo y se desploma por un agujero del piso, cae en sí misma, el tiempo se ha desfondado, caminamos por un corredor sin fin, jadeamos en un arenal,
¿esa música se aleja o se acerca, esas luces pálidas se encienden o apagan?, canta el espacio, el tiempo se disipa: es el boqueo, es la mirada que resbala por la liza pared, es la pared que se calla, la pared,
hablo de nuestra historia pública y de nuestra historia secreta, la tuya y la mía,
hablo de la selva de piedra, el desierto del profeta, el hormiguero de almas, la congregación de tribus, la casa de los espejos, el laberinto de ecos,
hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiempos, murmullo incoherente de naciones que se juntan o dispersan, rodar de multitudes y sus armas como peñascos que se despeñan, sordo sonar de huesos cayendo en el hoyo de la historia,
hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra y nos devora, nos inventa y nos olvida.
CARTA DE CREENCIA
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