Sí hay, ¡Y bien!
Sebastián Lara - 26/11/2013
Por Marlen Mendoza - 15/09/2015
He tenido que dejar de lado por el momento mi serie de arquitectura y literatura (espero algún día pueda retomarla) y mientras el año se nos desvanece entre los dedos, en esta ocasión quiero platicarles sobre un fenómeno que, aunque no es novedoso, ha cobrado fuerza durante este año: el mercantilismo alrededor de la cultura y claro está, alrededor de la arquitectura.
Vamos por partes, seguramente al igual que yo, han leído y experimentado el boom de las multitudinarias asistencias a ciertas exposiciones, me sucedió por primera vez en el museo Dolores Olmedo con “Obras maestras del musée de l’Orangerie” en el que hice aproximadamente unas 4 horas de filas, efectivamente estaba molesta, desdeñaba cuestionando las intenciones de los asistentes, si realmente sabían lo que iban a ver, si lo estaban esperando tanto como yo, que nunca había visto un Monet (uno de mis ídolos de infancia), cuántos estaban ahí por genuina convicción y no por moda; al final pude verla caminarla entre salas apretujadas, mala iluminación y borbotones de gente, ¿si valió la pena? Bueno, sólo había un cuadro de Monet, pequeño y lo vi entre apretujones, pero sí, en ese momento para mí había valido la pena, sobre todo al cuestionarme la factibilidad de poder viajar a París a mirarlos con detenimiento aunado por mi fascinación por el impresionismo, todo pintaba para ser una ocasión particular.
Exposiciones fueron y vinieron, algunas pasaron sin pena ni gloria, quizás la que recuerdo concurrida de otros de mis favoritos fue “Carlos Cruz-Diez, el color en el espacio y el tiempo” en el MUAC, que si bien no implicó filas inmensas tuvo excelente aceptación, salvo ésta todo parecía cotidiano: salas medio vacías, poca difusión, estudiantes desganados, algún estereotípico petulante dando cátedra estentóreamente a sus acompañantes, madres cansadas y uno que otro despistado preguntando de qué iba la exposición; artistas fenomenales fueron y vinieron hasta el fenómeno Kusama.
Meses antes de que arribara a nuestro país ya había una bomba mediática alrededor de lo que parecía ser una exposición imperdible “Yayoi Kusama, obsesión infinita”, las redes sociales potencializan el efecto, creando expectativa y haciéndonos desear ver de qué trataba el asunto, podíamos encontrarnos algunas fotografías que francamente se quedaban aferradas a la mente, ¡yo quería estar en esa habitación que simulaba flotar en el espacio! Yo y otros cientos de miles de personas, hicieron conteos regresivos y todo era felicidad y alegría hasta que una vez inaugurada comencé a escuchar de varios de mis amigos que ya habían asistido, sobre lo inmenso de la fila.
Una mañana me decidí a madrugar, quede de verme con unos amigos y me arme de un kit de supervivencia: papitas, poca agua (por aquello del sanitario), papel, bloqueador y un suéter ligero, arribamos a eso de las 8, que para lo que habían dicho ya era tarde, para las 11 am ya se habían terminado los boletos, por suerte alcancé el penúltimo turno; nos fuimos al cine, a chelear y comer, pasamos apresurados, teníamos segundos para cada instalación, que en lo personal me gustó más que su obra escultórica y de pintura, pero no lo sufrí.
Entendí todas esas selfies, el furor e inclusive la irreverencia de algunos de los asistentes, Kusama consiguió extender su obra hacia los asistentes creándoles una obsesión por una imagen, la cual fue alimentada por los mismos asistentes y sus redes sociales, inundadas de lunares; para mí valió la pena porque nadie me lo contó, lo viví.
Aprovechando el hit y la inercia colectiva llegó el Visual Art Week, con rodadas nocturnas, paseos guiados y un montón de publicidad; nuevamente me lancé a la aventura la cual comenzó en mi trayecto en bici para llegar desde el sur a Polanco, llegamos casados y emocionados, lo que no nos duró mucho tiempo al observar la fila para entrar al museo Jumex, “son como 2 horas de fila señorita“-me dijo un vigilante, preferimos saltarnos esa sede y seguir con el camino, ya que aunque era una exposición de luz, terminaba a las 11pm y por tanto debíamos correr para alcanzar a terminarla, esta ocasión me sentí ligeramente timada, sentimiento que ha ido ensañando.
FILUX fue la siguiente víctima o mejor dicho fui presa, nuevamente de una ruta extraña, por calles extremadamente sucias y sin una buena organización, y si esa es la cara que damos a nuestros visitantes cuando tratamos de hacer un evento de gama internacional, en una de esas ya es la única cara que nos queda y no merecemos otra. Henri Cartier-Bresson, la mirada del siglo XX, con un Bellas Artes vaticinando su incapacidad para albergar multitudes; Lo terrenal y lo divino: arte islámico de los siglos VII a XIX, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, una hora y media mínimo de espera y el ya acostumbrado rush de visita, auspiciado por los trabajadores del museo; ese mismo día había visitado el Tamayo y Francis Alÿs: Relato de una negociación, curiosamente la exposición estaba vacía ¿irónico?
Para cuando supe que Bellas Artes hospedaría dos exposiciones que podrían desplazar el éxito del Tamayo y su Kusama, los gigantes renacentistas, Miguel Ángel Buonaroti: Un artista entre dos mundos y Leonardo Da Vinci y la idea de la belleza. La publicidad prometía las obras de mano de los artistas, a diferencia de las obras digitalizadas a las que nos tenían acostumbrados; pintaba efectivamente al frenesí y el atasque. Las semanas pasaron, se sabía de las largas filas, incluso Ticketmaster no tardo en vender boletos 20 pesos más caros que permitían ahorrarse uno de los dos filtros para acceder a la sala y que ya en la recta final de su estancia iban a ser la única manera ágil de ingreso. Traté de ir, a pesar de las quejas, textos, memes y demás opiniones que me fui encontrando en la red, vale la pena- pensé. Era de las pobres y desoladas almas que trataron de ingresar en su titánico maratón de 72 horas, fui en la noche, pensando que a esas hora no habría tanta gente y que con las lluvia abandonarían, supe que los que adquirieron su boleto vía Ticketmaster tenían un horario de acceso y que estaban organizados por grupos, los boletos disponibles en taquilla eran limitados y comenzarían a venderlos a las 12:00 am, los cuales servirían para el día siguiente; eran las 11:30, ya había estado en la fila aproximadamente una hora y media, nos esperaban mínimo otras tres horas para llegar a taquilla, si es que alcanzaba entrada, llovía y todos parecían estar preparados ante las inclemencias del clima, otros traían bancos, cobertores, bolsas con comida e incluso divise un par de tiendas en campaña. Abandoné.
A pesar de que un vecino me insistió que fuera a tomarme un café y a descansar, que él guardaba mi lugar, al retirarnos exclamó: “no aguantaron”. ¿Debía de hacerlo? Para nada. De camino a casa iba reflexionando, las razones por las que asistan a las exposiciones son personales y para bien todos sin importar nivel cultural, socioeconómico o educacional tienen absoluto derecho de ir, nadie puede decir lo contrario, sea porque vayan por moda, los manden de la escuela o de paseo, tengan un doctorado en historia del arte o simplemente les den ganas, tienen el mismo derecho. El problema aquí, y quizás es algo de lo que no nos hemos querido percatar, es que los museos son un cuantioso negocio, la cultura es un producto. A través de los años se ha cuestionado el propósito del material artístico, se ha traficado con él, subastado, donado, peleado y matado por él, ¿qué nos hace pensar que los recintos que lo albergan no sean también como un supermercado cultural? Ahora en los carteles publicitarios de las exposiciones venideras añaden patrocinadores, marcas y todo aquello que le adorne cual anuncio de tienda departamental.
Los museos de México no son los únicos de kilométricas filas, los hay en Francia, Nueva York, El Cairo, España, Londres, etc. Y la monumentalidad, innovación y exuberancia que derrochan los museos es también una característica mercantil; ahora se buscan a los más reconocidos y famosos arquitectos para diseñarlos, aunque muchas veces no sirvan necesariamente para su propósito, pero deben de ser objetos que atraigan a las masas y gentrifiquen ciudades. Dejaron estas arquitecturas de desplegar un discurso, ahora sólo gritan opulencia y plasticidad. Una ciudad poderosa cuenta con el mayor número de iconos arquitectónicos, cual trofeos en un aparador, eso me preocupa más que los adolescentes sin entender lo que ven en un museo, porque al final para eso vamos, ¿no? ¿Cuál debe ser el objetivo de un museo? ¿Vender, educar, atraer turistas?¿Para qué hacemos arquitectura?
Fotos vía: