Los autores y gestores del proyecto del Corredor Cultural Chapultepec provocan por estos días uno de los espacios públicos más vibrantes que hayamos presenciado en la Ciudad de México. Es un espacio ágil, permeable, bien cimentado e incluyente. Y muy al contrario de lo que aquellos diseñadores y promotores repiten, este espacio no necesita de miles de metros cúbicos de concreto: el espacio que se ha provocado es la crítica y reflexión entre ciudadanos. Las publicaciones y las redes sociales, las reuniones vecinales o informales, los noticieros, se han llenado en estas semanas de análisis pertinentes, serenos y bien sustentados en su mayoría. Frente a ellos, inamovibles, están las falacias y las perspectivas sesgadas de la operación de propaganda echada a andar a favor de la obra.
Estoy convencido de que son los mismos autores y gestores del proyecto los que insisten en colocarse al margen de este espacio público de razonamiento. Y no por falta de voz, de medios o de capacidad retórica, sino por la insistencia en sostener argumentos falaces que desactivan cualquier forma de interlocución genuina. Estar de acuerdo no es condición del intercambio, respetar la inteligencia del otro, sí. No es mi tarea aquí repetir los muchos argumentos que ha producido este ejercicio, desde campos muy diversos: la ley, la movilidad, la política urbana, la arquitectura, el urbanismo, la economía, la accesibilidad. Sí quiero en cambio registrar algunas definiciones que impiden tomar con seriedad, desde la arquitectura al menos, el discurso –o el mantra- de la defensa de la construcción del “segundo piso peatonal”:
- Dos áreas –o dos barrios en una ciudad- no se vinculan de mejor manera al engrosar la línea que las divide.
- Más de 600 locales comerciales forman un centro comercial. Sin importar la configuración, proporción, o vocación que tengan. Y sin importar los metros cuadrados de pasto o la variedad de actividades “culturales”, divididas en un esquema parvulario, que los rodeen.
- Bajo toda superficie horizontal elevada, existe otro espacio. Llamarlo “bajo puente” es una opción. Pero evitar llamarlo de esa manera no lo suprime.
- Nunca un atajo supone caminar más, especialmente si ese movimiento se realiza verticalmente: subiendo escaleras, escalinatas ajardinadas, plazas inclinadas o asistido por medios mecánicos. Ningún animal humano (que no practique el parkour) trepa tres pisos para llegar más rápido al mismo nivel del que procede. Por simple ergonomía.
Quisiera pensar que detrás de estas falacias se esconden paradojas profundas, provocaciones intelectuales brillantes. Me intrigaría, por ejemplo, saber que la postura de diseño de los arquitectos detrás de una idea anacrónica como construirle un segundo y un tercer piso a una calle, es realmente levantar sin eufemismos una barrera (comercial) y reafirmar entre dos lugares distintos una frontera, que es al fin y al cabo un lugar de intercambio y tensión -parafraseando a Eugenio Trías y su Lógica del límite-. Al menos frente a esa provocación, reunida a lado de muchas otras propuestas que se deberían convocar, cabría la reflexión y la construcción de conocimiento. Pero sospecho que el único intercambio que existe en las premisas de los promotores del CCChapultepec es monetario y las únicas tensiones reales están en la hoja de cálculo.
Por su lado, los diseñadores del proyecto sostienen sus argumentos escolares con la repetición –no exenta de un tono de enojo frente a ciertos públicos- de simplezas que se pretende hacer pasar por argumentación de diseño. Después de muchos años en los talleres de arquitectura de las universidades, sé reconocer esa superficialidad conceptual. Preocupa escucharlo en las aulas, pero alarma atestiguarlo en la complejidad de la construcción de la ciudad. Ahí están: las apropiaciones banales y simplistas de la historia – “celebrarla”, “la estructura que emula al acueducto” “inspirada en la fluidez del agua”- los conceptos de la ciencia social convertidos en manual de autoayuda urbana–“la cohesión” y “el articulador social”, “celebrar la diversidad humana”. Excesos de celebración. Los estudios técnicos realizados para justificar el proyecto no aportan mucha más sustancia. En la sección dedicada al Fortalecimiento del tejido social, del “Estudio Socioeconómico” desarrollado por el Centro de Estudios Estratégicos del ITESM Campus Guadalajara, se puede leer:
“Los espacios públicos que tendrá el proyecto permitirán el aumento de la relación entre los vecinos de la zona, así como de la gente que visite el corredor. Estas relaciones fortalecen y mejoran el tejido social de una comunidad, lo cual se traduce posteriormente en un incremento del sentido de pertenencia hacia la colonia, lo que lleva a participar activamente protegiendo el entorno.”
Ni el mismo estudio –encargado y pagado por el consorcio de inversionistas como justificación de su propuesta, cabe recordar- supera este razonamiento endeble ¿Cómo se fortalecen las relaciones? ¿Qué es el tejido social y cómo el programa arquitectónico, la escala y la tectónica de la propuesta lo mejora? ¿Qué tipo de relaciones entre vecinos son las que se promueven? ¿Entre qué tipo de vecinos? ¿Entre cuáles no? ¿Cuál es la definición de espacio público y la postura política detrás de la propuesta? (¿Dónde están las reflexiones de Lacaton y Vassal cuándo urgentemente se les necesita?) Ante estas cuestiones fundamentales queda sólo la revelación fantasmal que en “El campo de los sueños” escuchaba Ray, el granjero que la protagoniza: “Si lo construyes, vendrán”. Vendrán la inclusión y la cultura, el beneficio social. Porque el acto de fe sobre el que Ray construye un parque de beisbol en su sembradío no dista mucho de las promesas que hace el estudio al que se hago referencia.
“Lo que conecta a todo el mundo es una dedicación a la razón y al razonamiento, y creo que eso nos permitió hacer el proyecto y explica la forma en que resultó.” De esta manera describe Rem Koolhaas a la comunidad de la ciudad de Seattle, sus interlocutores durante el proceso de selección de arquitecto y el desarrollo de unos de los proyectos de infraestructura cultural más audaces de este siglo: la biblioteca pública de Seattle. Una de las anécdotas del proyecto es que entre los primeros arquitectos descalificados se encontraba aquel que tuvo el atrevimiento de presentarse ante la comunidad con un proyecto decidido en solitario. Ganó quién tuvo la inteligencia de preguntar abiertamente cuál era la biblioteca que la ciudad necesitaba (y no por eso dejar de ser su autor). Mientras tanto, Fernando Romero, uno de los arquitectos del “consorcio ganador” rehúye de forma sistemática discutir sus propuestas en públicos no controlados y, sobre todo, entre sus pares -¿Por desprecio o temor?, se preguntaba Emilio Ades a través de Twitter-. Ante la falta de debate del proyecto en proceso más relevante para la ciudad, la ausencia y la posición defensiva de los autores provocan aún más suspicacia sobre las decisiones tomadas.
Así como desconfío de la superficialidad y opacidad de muchos de mis colegas, me asombra en cambio la habilidad y tenacidad de los gestores de esta clase de proyectos–me niego a llamarles “políticos” y reducir una vez más ese término tan pisoteado- para envolver las ideas ocurrentes de los arquitectos en el correcto empaque normativo y ponerlo en la ruta del “tiempo y forma”. Al principal promotor del proyecto, el Director de la empresa paraestatal ProCDMX, y a los inversionistas las cuentas les salen. El supuesto diálogo es sólo un procedimiento para llenar las formas y darle al negocio una envoltura democrática y ciudadana. Encima de todo, en los planes de un Jefe de Gobierno disminuido en su capital político y con ambiciones presidenciales, el proyecto es una de las últimas oportunidades de cortar el listón de “un ícono”. Mientras los demás discutimos, Miguel Ángel Mancera anuncia diez segundo pisos peatonales similares a este. En medio de un proceso de supuesta consulta, no hay prueba más contundente de que nadie está aquí escuchando.
(El día que escribo esto, el diálogo con los vecinos a propósito del proyecto del paso a desnivel en Río Mixcoac e Insurgentes terminó de forma abrupta con el reinicio de las obras, siguiendo un proyecto que se mantiene prácticamente en su totalidad después de un proceso de “socialización”.)
Si el proyecto del Corredor Cultural Chapultepec está “planchado” en privado, si usamos la casposa jerga del poder político nacional, su construcción es entonces inminente. De ser así, el antecedente será gravísimo: la falta de planeación urbana a largo plazo, los huecos legales siempre tan oportunos, los apetitos de los inversionistas, la opacidad de los gestores y complicidad de los arquitectos son un caldo de cultivo a modo para replicar estas ocurrencias. Diez o más veces. Los ciudadanos informados, las Universidades (si llegan a asumir su responsabilidad en estos asuntos) debemos expandir ese espacio de diálogo ganado por ahora en los bajo puentes de Chapultepec. La energía creativa e intelectual que la imposición del proyecto ha generado pronto debería estar moviéndose a encontrar interlocutores que sí estén escuchando: otras organizaciones políticas, las ONGs, otros gremios profesionales, los vecinos organizados. Y a diseñar desde ya los instrumentos de la protesta y la resistencia efectiva.
Mientras tanto hoy, en distintas partes del mundo, los diseñadores, las genuinas encuestas ciudadanas, los talleres universitarios indagan qué hacer con los pasos elevados sin función o aquellos que evidentemente degradan, violentan y dividen el paisaje urbano. Desconozco si en algunos años cambiará la costumbre de los gobernantes de esta ciudad por llegar décadas tarde a la reflexión sobre los fenómenos urbanos. De ir copiando en el camino las imágenes de lo que otros desechan. Pero, por lo pronto, guardemos en el cajón la pregunta que hoy es relevante en otras ciudades: ¿qué hacer con la estructura en desuso, las toneladas de concreto en el abandono, que un día heredará la Ciudad de México? El capital de riesgo no tiene mucho arraigo, aceptemos. Si el negocio se degrada, el “jardín” revelará su falta de raíces. Por eso me interesa desde ya la ruina del Corredor Cultural Chapultepec. “Mi pasión por la historia”, escribía E. M. Cioran en uno de sus aforismos, “procede de mi olfato para lo caduco y de mi avidez por lo ruinoso”. Me inspira y comparto con el más lúcido de los pesimistas esa avidez.