Hace algunos meses en Las calles no tienen sentido escribí sobre lo inapropiado del uso masivo del automóvil como medio de transporte urbano y cómo esta anomalía tarde o temprano se terminará por corregir.
Realicé aquel texto a la mitad del semestre académico de uno de los cursos de urbanística que imparto en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, en el que desde hace muchos años trabajamos con la calle; ésta y sus posibles configuraciones son estudiadas como uno de los elementos primarios de la estructura urbana y una poderosa herramienta para transformar la ciudad. En aquel curso en particular estudiamos la barcelonesa Avenida Sarria: una calle bien conocida por todos los estudiantes por su cercanía con el campus de la UPC y una vía de especial relevancia para los desplazamientos en sentido “mar-montaña” y por lo tanto de primordial importancia para el sistema circulatorio de la ciudad.
Pese a conocer bien las dinámicas viales de Barcelona y por lo tanto de las repercusiones en el transito vehicular que cualquier intervención en esta vía significaría para el resto de la ciudad, ninguno de mis estudiantes apostó por dar prioridad al uso del automóvil, y francamente era difícil encontrar argumentos para convencerlos de lo contrario. Algunos alumnos directamente lo vetaban y daban prioridad a un sistema de transporte público basados en criterios muy claros de sustentabilidad ecológica, mientras otros fragmentaban la vía y limitaban el acceso vehicular en algunos sectores para el uso exclusivo de vecinos y residentes de la zona. Muchos otros apostaron por configuraciones mixtas que permitían el uso del automóvil pero aplicaban rígidas restricciones que daban prioridad a otros modelos de movilidad. Todos ellos asumían que sus propuestas eran revisables; que sólo aplicaban para un periodo de tiempo determinado, y que a mediano o largo plazo el uso del automóvil como lo conocemos hasta ahora terminaría por no tener cabida dentro de la estructura urbana de la ciudad central.
Es bien conocido que el estilo de vida de las nuevas generaciones ha dejado de dar valor a muchas de las cosas a las que las generaciones que les precedieron sí daban. La generación Milenio o también llamada “Generación Y” tiene en jaque a la industria automotriz por el mínimo interés que muestran en adquirir un automóvil para uso particular. Lo que antes era un objeto de deseo y un elemento de ostentación de estatus es ahora en muchos casos percibido como un medio de transporte ineficiente y costoso cuya propiedad mucha gente prefiere evitar. Los avances tecnológicos (que permiten por ejemplo desbloquear las puertas o activar el motor de un coche a distancia) y el avance de las aplicaciones para teléfonos móviles estimulan el nacimiento de empresas basadas en economías colaborativas como Uber o Blablacar y potencian otras de coches compartidos como Zip Car, Entrerprise o muchas otras que finalmente darán como resultado la reducción del parque vehicular que las ciudades han tenido que asumir en los últimos años.
Travis Kalanick fundador de Uber, pronostica que en 20 años nadie tendrá coche propio; inclusive va más allá y estima que si alguien tiene un hijo ahora, ese hijo nunca aprenderá a conducir. Sólo el tiempo permitirá comprobar si estas proyecciones son exageradas, pero lo que parece cierto es que las generaciones cambian y las nuevas no sólo tienen otros hábitos de consumo sino que también tienen otra forma de entender y de vivir la ciudad. La pregunta clave es si todas las ciudades tendrán la misma capacidad para adaptarse a nuevas y más eficientes formas de uso. El problema radicará en aquellas que por su estructura o por falta de planeación no consigan adaptarse con la celeridad necesaria. En un futuro cercano, la productividad y desigualdad en la calidad de vida de las ciudades se diferenciará drásticamente entre aquellas que logren reducir su dependencia del automóvil y aquellas que no. El desarrollo de las estrategias para mitigar esas desigualdades comienzan hoy.
Imagen: Ben Sack