Sobre Roma y la supremacía del habitar

Por - 14/12/2018

Mi madre solía decir “a veces la familia no se escoge, es la que te toca”, y creo que no hacía referencia a aquella que fortuitamente nos corresponde, sino a aquella que de alguna forma logra arraigarse a nuestra vida y nuestros recuerdos.

Dirigida por un soberbio Alfonso Cuarón, cada vez más prolijo pero con sus mismos vicios ocultos, Roma (2018) es el perfecto epítome de tal dicho, un ejemplo conciso de cómo un miembro externo (una espectacular Yalitza Aparicio) a una familia puede convertirse, sin querer, en una de sus columnas vertebrales. Cuarón nos trae un filme sumamente íntimo centrado en Cleo (Aparicio), una trabajadora doméstica de origen Mixteca, y sus devenires laborales y personales mientras presta sus servicios a una familia de clase media. El carácter personal de la cinta es sugerido en más de una ocasión, aunado a los comentarios en las apariciones durante la gira de promoción y festivales en los que ha sido presentada. La impecable manufactura del guión, la apabullante fotografía (también en manos de Cuarón y bajo la supervisión de Galo Olivares) y como siempre el quirúrgico diseño de producción a cargo de Eugenio Caballero, hacen que Roma también funja como un portal al pasado.

La colonia Roma es, una vez más, escenario de un relato. En esta ocasión en la calle de Tepeji 21, inmersa en aquella emblemática colonia que fuese conocida como Los Potreros de la Romita, por allá del siglo XIX, distinguida por sus bulevares con grandes camellones de dobles arriates, muy congruentes con el estilo afrancesado que tuvo auge durante el porfiriato. No es de extrañar que la colonia siga siendo musa de más de una historia pues sus características viviendas a modo de chalet con mansardas y lucarnas evocan una época de bonanza además del misticismo propio del paso de los años. Una casa de mediados de siglo XX, de fachada muda con débiles pinceladas de estilo art decó en la herrería, mezclada con el modernismo mexicano es, sin pensarlo, escenario y silente receptáculo, con el recordatorio de que siempre volvemos a los lugares donde amamos la vida, aunque debamos recrearlos.

El interior de la casa es mucho más expresivo y emula con perfección la época en la que está ubicada la cinta: México, 1971. El cuidado puesto en cada uno de los detalles es un boleto a la nostalgia y al pasado. No hay duda de que, sin importar la edad del espectador, habrá más de un momento en que este será golpeado por un recuerdo de su infancia, y ese es el poder de la cinta, lograr conectar en niveles tan profundos y personales que resulta imposible ser indiferente ante ella.

La casa funge como un personaje más, fácilmente podremos reconocer la escalinata central, bañada a modo cenital por unos modestos pero populares vitroblocks ahogados en la losa a doble altura, eje rector de la distribución de la casa (que me recuerda a la casa de mi abuelo en Indios Verdes). Vemos además un garaje angustiado que, como suele pasar, una vez vacío se transforma en patio y acceso a la casa, las habitaciones dispuestas en la planta superior y la estancia-comedor en la misma planta que la cocina cuya ventana (idéntica a la de la casa de mi abuelo) mira a una extensión del garaje y a su vez comunica a la escalera de servicio exterior que conduce hacia la azotea, misma que habitualmente alberga el área de lavado y la “recámara” de Cleo y Adela (Nancy García), su compañera de cuarto y la cocinera de la familia.

Mucho se ha hablado ya, que si el Halconazo, la avenida de los insurgentes o las tortas que comen Cleo y Adela durante su día libre, incluso le califican (empalagosamente) como “una carta de amor a la ciudad”, sin embargo creo que todos esos elementos son escenográficos. Efectivamente, una parte de la historia se centra en Cleo, la otra en Sofía (Marina de Tavira) y los retos que debe enfrentar como madre y mujer, y la tercera en la relevancia del lugar y los arraigos a éste. Es cierta y aplaudible la perspectiva de fortaleza que evoca la cinta, el compañerismo e inclusive el cariño y vínculo de protección que construyen y mantienen Cleo y Sofía a causa de aquellos eventos que terminan cambiando el rumbo de sus vidas. Es innegable la calidad actoral de Yalitza Aparicio para gritar en medio del silencio, para conmovernos con una mirada expectante y hacernos vibrar, además de la buena mancuerna con Marina de Tavira, quien en ocasiones contrariada por un ligero clasismo, sucumbe ante la frustración y el dolor, entregándose a una hermandad y complicidad en su personaje de Sofía.

Volviendo al “lugar” y parafraseando a Georges Didi- Huberman, un lugar es el que nos enseña que “residencia” no es aquello que habitamos, sino lo que nos habita y nos incorpora al mismo tiempo. En Roma podemos identificarnos con ese intenso y en ocasiones abrumador sentido de arraigo, aquella casa además de pertenecer al pasado de la familia, se queda también en nuestra mente y anida cómodamente en ella. Bien lograda la sensibilidad inmersiva que permite detectar cuando el espacio está ordenado o no, los ligeros cambios en la ubicación de mobiliario e incluso el vacío a falta de algunos elementos de éste. La angustia casi lastimosa cuando aparcan tremenda pieza de carrocería y el sentido de renovación tras la reorganización en la disposición de las habitaciones.

Abandonar un lugar ante un evento doloroso y de alguna forma cambiar de espacio para dar cabida a la reflexión y el duelo, ¿cuántos de nosotros no hemos necesitado urgentemente cambiar nuestro entorno, aunque sea por unos días, para con ello dejar atrás dificultades, penas o amores, volviendo después con nuevos bríos para retomar desde otra perspectiva el lugar que habitamos?

Roma está plagada de lugares significativos para quienes habitamos o conocemos la Ciudad de México (quizás de ahí que algunos crean que homenajea a la ciudad) pero desde mi perspectiva es parte de la recreación atmosférica y que además potencializa el contraste emocional y espacial entre cada uno de los escenarios clave en el desarrollo de la historia. Es de suma importancia para la película que cada uno de estos detalles actúen simultáneamente en pos de otorgar veracidad, algo que suele fallar en series o cintas retro. La memoria es un sistema muy sensible y delicado, muchas veces accionar los botones correctos de forma premeditada es complejo y requiere de análisis, conocimiento e introspección en la memoria propia para poder manipularla además de la sincronía equiparable al mecanismo de un reloj.

Las amplias tomas nos obligan a contextualizar y ponernos en escala, en contraparte con aquellas que son sumamente íntimas y cerradas, donde el lugar queda como una voz en off, sugerido pero sólidamente presente, apoyándose en los sonidos y la luz.

Más allá de todas las amenidades cinematográficas, las excelentes y entrañables actuaciones (que no es un asunto menor) y los silencios, la razón de peso para ver Roma (en más de una ocasión) es, sin duda alguna, la oportunidad de enfrentarse y verse reflejado en una historia que podría en la superficie parecer simple, pero que al desdoblarla consigue expandirse y dar cabida a las historias que todos llevamos dentro, pero sobre todo a los lugares que nos habitan.

 

 

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