Aitorismo y Cia
- 08/06/2013
Por Marlen Mendoza - 04/06/2018
Largo tiempo sin encontrarnos, queridos lectores. En ocasiones la distancia y el ensimismamiento clarifican la mente o, como en mi caso, la enredan más. Esta pequeña ausencia de unos meses sin escribirles obedece a muchos cambios laborales y además al hostigamiento producto de la sobrepoblación de alternativas que ver, entre series y películas; estamos atiborrados de información y es difícil (al menos para mí) elegir. Se estrenó al fin la ambiciosa Avengers: Infinity War, la irrelevante Solo: A Star Wars Story, la ostentosa Isle of Dogs (que será objeto de un suculento texto a propósito de su retrospectiva albergada en nuestra querida Cineteca Nacional) y la modesta Sueño en Otro Idioma, entre muchas otras.
Ahora, sin hablar de un filme en específico y sumergidos en una tremenda veda electoral aquí en México, preferiría hablar sobre un sentimiento y su relación con el futuro. Un sentimiento innegablemente utilizado como recurso narrativo en una buena cantidad de películas que han desfilado a lo largo de los años que tiene de vida el séptimo arte. Envalentonada por un rush consecuencia de un carajillo a la hora de la comida, reflexionaba sobre la naturaleza premonitoria del ser humano y la intención recurrente de tratar de mirar o vaticinar el porvenir.
Recordemos la pionera Le voyage dans la Lune por allá de 1902 dirigida por Georges Méliès, pasando por Metrópolis de Fritz Lang hasta las innovadoras Blade Runner (1982) y High Rise (2015). Cineastas y guionistas buscan incansablemente proyectar la idea del imaginario en pos de fabricar el futuro (o la idea de); cómo viviremos, qué avances tecnológicos alcanzaremos y de qué forma funcionaremos socialmente.
Cada visión futurista o sci–fi va acompañada de los miedos propios de la época, por ejemplo en Metrópolis claramente vemos el miedo al desplazamiento de la mano de obra humana en desventaja contra la inminente revolución industrial, en la imperdible Children of Men de Alfonso Cuarón se retrata un mundo en crisis a causa del hedonismo y la esterilidad, un mundo desprovisto de un futuro que perpetúe la especie, en I, Robot (Alex Proyas, 2004) es latente la incertidumbre ante la inteligencia artificial y ante la forma en que nuevamente estamos en desventaja ante las máquinas que nosotros mismos creamos, esto en contraparte a la visualmente cálida Her (Spike Jonze, 2013) que explora la capacidad que tiene un software para desarrollar emociones y construir un lazo afectivo bilateral con un humano.
Ahora en pleno 2018 dos títulos exploran la posibilidad y el deseo de vivir en la Matrix. Mientras por allá del año 1999 Neo disputaba una cruzada para entrar en el mundo virtual y desconectar a otros seres humanos esclavizados por máquinas, Ready Player One, la última entrega del prestigioso Steven Spielberg, plantea el ánimo y gusto de vivir en el mundo virtual. Denominado como el Oasis, se trata de una plataforma programada a modo de videojuego que con ayuda de la experiencia VR (virtual reality) ofrece a sus usuarios la posibilidad de ser y experimentar todo aquello que el mundo real es incapaz de ofrecer, desde logros y satisfacción inmediata, hasta contiendas cargadas de adrenalina; el Oasis es un medio de escape ante una realidad por demás deprimente, por lo que las personas invierten su tiempo y dinero en gadgets que les ayuden a mejorar su experiencia en el imaginario digital.
Blade Runner 2049 de Denis Villeneuve abandona el terror a lo desconocido y las inteligencias androides de su antecesora para proponer, nuevamente en un contexto distópico de ciudades ultra tóxicas y relaciones sociales erosionadas, no sólo la integración y defensoría por los derechos de los replicantes (seres artificiales que imitan al ser humano en su comportamiento y aspecto físico) sino también la posibilidad de reproducirse con la especie humana. También experimenta con la interacción hiperreal entre el ser humano y los hologramas, con lo cual se plantea la pregunta ¿hasta dónde llegan nuestros límites sensoriales y emocionales? En resumen, pone en la mesa temas recurrentes en las narrativas fílmicas como la soledad y el vacío existencial ante un contexto distópico.
Lo anterior nos lleva a la siguiente reflexión obligada: considerando que año con año nos asombramos con la potencia y eficiencia que logran alcanzar las máquinas y la simulación digital, aparentemente hoy en día preferimos la ensoñación digital y el poder de lo intangible. Es posible que a esta generación hiperconectada le quede averiguar si efectivamente podremos, una vez que hayamos destruido nuestro ecosistema natural, generar otro artificialmente, conectado sensorialmente a nosotros (finalmente somos gracias a un montón de impulsos eléctricos).
Ante la tregua de querer alcanzar otros planetas o considerar colonizar alguno, la forma más efectiva de viajar es digitalmente. Al menos esa es la premisa recurrente que refleja el boom no sólo de las redes sociales, sino de la hiperconectividad que caracteriza a la sociedad actual, y que quizás desarrollará la llave que nos permitirá vivir dentro de un sueño digital. Tendremos que esperar y mirar si es que algún día dejaremos de comprar vuelos de avión para caminar las ciudades del mundo, para finalmente enchufaremos a un sistema operativo.
Google, voy a tener suerte.
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